Conocer las cadenas de suministro, los valores de la marca y el compromiso real con la responsabilidad social empresarial que incide en la decisión de compra. En el mundo las decisiones de consumo se han cargado de discursos y sentidos políticos.

David García González | profesor del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Bogotás

Cuanto más corta sea la cadena de suministro, mejor; es decir, cuanto más cerca el productor del consumidor, más posibilidades de garantizar condiciones mínimas de producción limpia y comercio justo. Foto: Lionel Bonaventure / AFPCuanto más corta sea la cadena de suministro, mejor; es decir, cuanto más cerca el productor del consumidor, más posibilidades de garantizar condiciones mínimas de producción limpia y comercio justo. Foto: Lionel Bonaventure / AFP

En los últimos meses, en Colombia y otras partes del mundo se ha planteado el debate por el decrecimiento económico. Ante la inminente crisis climática y el agotamiento del modelo productivo extractivista, voces de la política, el periodismo, el activismo y hasta los negocios, han llamado la atención sobre la necesidad de cambiar, reducir e incluso parar el proceso de producción de mercancías y el ritmo en que las consumimos. Por esta vía, el consumo ha alcanzado una dimensión política inédita.

No se trata simplemente de la popularización de términos como “consumo responsable”, “consumo sostenible” o “consumo verde”, expresiones que desde hace tiempo se encuentran en el discurso de múltiples marcas y productos; después de todo, la publicidad adolece de muchas cosas menos de imaginación para inventar etiquetas.

Tampoco tiene que ver con las posturas, políticamente correctas, de influencers y YouTubers que desde sus redes sociales generan, y monetizan, contenido promoviendo el turismo ecológico en glampings o la compra de ropa de segunda, ahora convertida en “moda vintage”. Esta politización del consumo tiene que ver con algo más cotidiano y anónimo, pero también más potente: las prácticas concretas de personas comunes que han decidido, como dice la periodista española Marta Riezu, “militar con el bolsillo”.

En todo el mundo

Un ejemplo reciente de este tipo de prácticas son los llamados “círculos amarillos” que aparecieron durante las multitudinarias protestas de 2019 en Hong Kong. Ya en el pasado las manifestaciones de descontento de muchos hongkoneses con el Gobierno Central chino se habían caracterizado por el uso creativo de dispositivos tecnológicos para coordinarse, y códigos de vestuario para evitar ser identificados. Pero en 2019 llevaron el asunto más lejos. Usando aplicaciones de georreferenciación y guías turísticas de la ciudad, empezaron a identificar con círculos amarillos restaurantes y otros negocios que apoyaban las protestas, mientras los establecimientos oficialistas eran marcados con el color azul. De esta forma, haciendo lo mismo que hace el mercado −etiquetar, marcar y clasificar−, las personas compartían información sobre dónde comprar y dónde no.

De allí surgieron las tiendas amarillas o “Yellow Shops”, comercios de todo tipo que hacían donaciones de comida, prestaban sus muros y vitrinas para colgar carteles de apoyo, e incluso protegían a los manifestantes. Algunos gerentes vieron en esto una oportunidad de negocio y lograron ventas cuantiosas tras lanzar promociones para fidelizar a los manifestantes-clientes, ofreciéndoles espacios para comer y reponerse después de las refriegas con las fuerzas antidisturbios. Como cualquier cliente, los manifestantes se tomaban selfis y las compartían en sus redes sociales con la etiqueta #YocomproenX, con lo cual se corría la voz y otras personas se enteraban de dónde podían comer, y de paso ubicar amigos y conocidos. Así que los “Yellow Shops”, además de lugares de consumo, fueron espacios de encuentro y sociabilidad.

Entre tanto, muchos negocios marcados con círculos azules prefirieron cerrar durante las protestas, reportando pérdidas económicas importantes, y otros tuvieron que invertir en reparar vitrinas rotas y paredes dañadas por manifestantes. Esta coyuntura demostró que las decisiones coordinadas de los consumidores pueden incidir en las dinámicas de mercado e incluso reestructurarlo, al menos parcialmente, pues los negocios más afectados fueron marcas internacionales neutras u oficialistas, mientras que muchos de los “Yellow Shops” fueron tiendas y restaurantes locales, incluso barriales.

Aunque en Colombia no ha ocurrido en tales proporciones, recientemente ha habido coyunturas en que las decisiones de consumo se han cargado explícitamente de discursos y sentidos políticos. En 2020, por ejemplo, durante los meses más arduos del encierro por la pandemia de COVID-19, muchas empresas decidieron recortar salarios y puestos de trabajo. Ante esto, cientos de usuarios de redes sociales denunciaron las medidas arbitrarias, instando a no comprarle a esas marcas, y en cambio apoyar las empresas que se comprometían a garantizar las condiciones laborales de sus trabajadores. Previendo una caída en ventas y la mala publicidad que suponía, varias de esas marcas prefirieron retractarse.

Estos episodios invitan a repensar dilemas históricos de la sociología, en especial la naturaleza del cambio social y la tensión entre agencia y estructura, dilemas que están presentes cada vez que nos preguntamos, por ejemplo: ¿comprar en X o Y lugar hace alguna diferencia?, ¿podemos transformar el mercado o incidir en la crisis climática a partir de nuestras decisiones individuales de consumo?

La respuesta, por supuesto, es que sí, algo que el mundo publicitario tiene claro desde hace mucho tiempo, mundo que usa como moneda de cambio la expresión “el consumidor hace con su dinero lo que el elector con el voto: ¡elige!”. Sin tomarlo por un héroe o salvador, es evidente que el consumidor tiene agencia social y económica, esta es una de las premisas de los estudios sociales del consumo, un campo académico emergente que se interesa, entre otras cosas, por las articulaciones entre ciudadanía y consumo.

Los consumidores están acostumbrados a elegir y comprar cosas por considerarlas bonitas, baratas o útiles; la racionalidad que se emplea es la de la búsqueda del máximo beneficio económico. Foto: Juan Barreto/ AFPLos consumidores están acostumbrados a elegir y comprar cosas por considerarlas bonitas, baratas o útiles; la racionalidad que se emplea es la de la búsqueda del máximo beneficio económico. Foto: Juan Barreto/ AFP

Como consumidores estamos acostumbrados a elegir y comprar cosas por considerarlas bonitas, baratas o útiles; la racionalidad que empleamos es la de la búsqueda del máximo beneficio económico. Replicando el famoso fetichismo de las mercancías que postulara Marx, poco sabemos del proceso de producción y nos resultan irrelevantes los intereses económicos o las agendas políticas de las marcas y sus dueños. La alternativa es un consumo informado y consciente, lo cual supone tomarse el trabajo de informarse sobre el proceso productivo de lo que compramos, ser conscientes de sus implicaciones sociales y ecológicas, y ser consecuentes. Es lo que hace (o debiera hacer) el votante antes de elegir.

Como pasara con los círculos amarillos en Hong Kong, el reto es asumir una lógica ciudadana en espacios de consumo, sopesar varios factores, no solo el económico, estar dispuestos a exigir información y transparencia, y, llegado el caso, rehuirle a la promoción tentadora y hasta pagar más a un productor local, o al menos uno responsable, porque la producción limpia es más costosa, y sin presión estatal y civil, hay pocos estímulos para comprometerse con ella. Se trata de un cambio doble: en nuestra cultura política y en la cultura de consumo. Debemos (re)aprender a comprar. Parece sencillo, pero no lo es. Hasta el momento, hemos dejado la educación para el consumo al mercado y la publicidad, que hoy prometen un consumo aún más fácil y cómodo: comprar sin salir de casa, sin hacer filas, en fin, sin esfuerzos. Investigaciones recientes han mostrado cómo el comercio online incentiva el consumo rápido, impersonal y excesivo; basta con pensar en los Black Friday, en los días sin IVA o en la reciente decisión de Falabella de cerrar tiendas físicas en Colombia para centrarse en las ventas digitales. El comercio digital es un muy buen negocio para las grandes marcas y los intermediarios como Amazon, pero no así para los trabajadores tercerizados ni para el planeta.

¿Qué implica (re)aprender a comprar y a consumir? En principio, informarse. Para ello existen portales y aplicaciones como Buycott, que permiten escanear el código de barras de los productos para conocer las cadenas de suministro, los valores de la marca y su compromiso real con la llamada responsabilidad social empresarial. Son espacios de intercambio de información y consejos para tener alternativas de compra e incluso de reutilización de objetos.

Acá la premisa es que cuanto más corta sea la cadena de suministro, mejor; es decir, cuanto más cerca el productor del consumidor, más posibilidades de garantizar condiciones mínimas de producción limpia y comercio justo. Desde luego, el consumo consciente e informado implica más esfuerzos que la compra online a cualquier hora del día, pero sin duda es el más consecuente en este momento de la historia, cuando, para volver a citar a Riezu, “El decrecimiento no es una opción, simplemente debemos decidir si lo haremos por las buenas o por las malas”.

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