A farmer carries a chainsaw at a coca plantation before cutting down trees to plant coca in Guaviare department, Colombia, on December 6, 2021. The Colombian Amazon is experiencing "worrying environmental degradation", due to illicit crops, intensive livestock farming, illegal mines, and drug trafficking, with ever more deforestation and putting "environmental defenders in great danger" according to NGOs. (Photo by Raul ARBOLEDA / AFP)

La frontera agrícola se expande en áreas como Norte de Santander, Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo, en donde históricamente han existido conflictos entre campesinos sin tierra, productores agroindustriales, narcotraficantes y élites políticas locales. De lo que poco se habla en el debate político es que la concentración extrema de la tierra genera una demanda incontrolada por tierra en territorios con valiosos bosques.

Nicolas Esteban Lara Rodriguez | Estudiante de doctorado Universidad de Bonn (Alemania)share

La lucha por frenar la expansión de la frontera agrícola y conservar los bosques sigue siendo un desafío crucial para el país. Fuente: Raúl Arboleda/ AFPLa lucha por frenar la expansión de la frontera agrícola y conservar los bosques sigue siendo un desafío crucial para el país. Fuente: Raúl Arboleda/ AFP

El julio pasado, el Ministerio de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible dio a conocer datos alentadores sobre la deforestación en Colombia. En 2022 se deforestaron 123.517 hectáreas en todo el país, lo que representó una disminución del 29,1% frente a 20211. Sin embargo, la lucha por frenar la expansión de la frontera agrícola y conservar los bosques sigue siendo un desafío crucial para el país. Para ello, es fundamental analizar y entender cómo un conflicto ambiental es la expresión de un conflicto social, económico y político.

Se entiende como “frontera agrícola” el límite del suelo rural en donde están permitidas las actividades agrícolas, y las separa de aquellas en las que dichas actividades están excluidas por mandato de ley, como por ejemplo la áreas protegidas o de especial importancia ecológica.

Según la actualización publicada este año por el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR), el país cuenta con 43 millones de hectáreas de frontera agrícola, lo que representa el 37,8% del territorio continental. Además se registran 44,8 millones de hectáreas de bosques naturales y áreas no destinadas a la agricultura, y 26,1 millones de hectáreas sujetas a exclusiones legales2.

Desde la perspectiva de la ecología política, la distribución de la propiedad de la tierra desempeña un papel crucial en el proceso de deforestación, ya que refleja intereses interrelacionados de índole social, económica y ambiental. La deforestación y, como resultado, la expansión de la frontera agrícola, se encuentran intrínsecamente ligadas a relaciones de poder complejas y a la extracción de recursos naturales. Esta dinámica se puede interpretar como un ejemplo de economía agraria rentística, ya que favorece la generación de ingresos a través de la acumulación de tierras y la práctica de la ganadería extensiva.

Bajo esta óptica es posible establecer que la desigualdad moldea el paisaje rural colombiano. En primer lugar, gran parte de la población rural se encuentra en la pobreza. Según la Encuesta Nacional de Calidad de Vida (ECV) del DANE, en 2022 el 27,3% de las personas que habitaban en zonas rurales se encontraban en situación de pobreza multidimensional, en comparación con el 8,7% en zonas urbanas3. Así mismo, el 82% de los predios rurales con destino agropecuario tienen un área inferior al rango mínimo de la Unidad Agrícola Familiar (UAF)4, es decir que la mayoría de los campesinos en Colombia no poseen la tierra suficiente con la cual producir un ingreso que supla sus necesidades y les permita crear un patrimonio.

Por el otro lado, existe una élite rural con grandes extensiones de tierra. Según la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), el 10% de los propietarios que tienen más tierra poseen 7 veces más área de la que tendrían en un escenario de absoluta igualdad.

Créditos: Raúl Arboleda/ AFPCréditos: Raúl Arboleda/ AFP

En muchos casos esta acumulación se ha relacionado con el despojo a campesinos, pues la tierra se usó como botín de guerra.

Aunque en teoría el objetivo del Acuerdo de Paz con las FARC-EP era reducir la desigualdad en la propiedad de la tierra y ponerle fin a la violencia, en la práctica la reforma rural integral ha avanzado más lento de lo previsto y la violencia política no se ha detenido. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), este año se han registrado más de 121 asesinatos de líderes sociales –hombres y mujeres– y de 28 excombatientes de las FARC-EP que firmaron los acuerdos de paz5. Los esfuerzos del gobierno actual para implementar la reforma rural integral están en sus primeras etapas, y aún está por verse qué resultados logrará.

En ese sentido, la frontera agrícola se expande en áreas como Norte de Santander, Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo, en donde históricamente han existido conflictos entre campesinos sin tierra, productores agroindustriales, narcotraficantes y élites políticas locales. De lo que muy poco se habla en el debate político es que la concentración extrema de la tierra genera una demanda incontrolada por esta en territorios con valiosos bosques.

El hecho de tener una estructura desigual de la propiedad rural hace que la creciente demanda por tierras no pueda ser suplida, pues la tierra está en manos de unos pocos propietarios que concentran los mejores territorios. La única alternativa que tienen los campesinos sin tierra es migrar y colonizar zonas más alejadas y deshabitadas, a la cual se asocia una ampliación de la frontera agraria granular o de baja intensidad, pues, según datos de la UPRA, el 87% de los predios en área de bosques tiene un área menor a una UAF6. En ese sentido, la deforestación a gran escala se relaciona más con que la tierra es usada por grupos armados, narcotraficantes y élites políticas como un bien colateral para respaldar deudas, blanquear capitales o ejercer control territorial.

Aunque el reto no es fácil, el Estado colombiano debe actuar rápido. La titulación colectiva de territorios indígenas y afro ha probado ser un mecanismo eficaz para consolidar una gestión sostenible de los recursos naturales. Los resguardos indígenas y los territorios colectivos de comunidades negras no pueden ser fácilmente capturados por intereses particulares. Además, pueden definir las reglas para el uso de recursos naturales con una mejor información sobre el territorio y el uso y el abuso de los ecosistemas. En este sentido, el reconocimiento de los derechos colectivos sobre la tierra permite no solo preservar las tradiciones culturales, sino además conservar la naturaleza.

Así mismo, la constitución de más Zonas de Reserva Campesina (ZRC) es imperativa. El reciente reconocimiento de las ZRC de Sumapaz (Bogotá), Cafre-Guejar (Meta) y Losada Guayabero (Meta) es un paso en la dirección correcta pues resalta al campesino como actor principal en la protección de zonas de importancia ambiental. Las ZRC cuentan además con Planes de Desarrollo Sostenible (PDS) que promueven la agricultura familiar campesina y comunitaria en contraposición con el acaparamiento y la concentración de tierras. En este contexto, además de establecer nuevas ZRC, es esencial apoyar la implementación de los PDS de las ZRC ya existentes.

En conclusión, la lucha por detener la deforestación y cerrar la frontera agrícola en Colombia es un desafío apremiante. Esta es la expresión de una profunda desigualdad en el campo, pero el Estado cuenta con las herramientas para saldar deudas históricas con los campesinos, indígenas y comunidades afro, y a su vez consolidar territorios de paz con el uso sostenible de nuestros recursos naturales. La titulación colectiva a comunidades étnicas y las ZRC parecen tener la respuesta.

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