Solo en 2025, en esta región de Norte de Santander han sido desplazadas 55.320 personas y se han registrado 71 homicidios. Aunque las cifras son recientes, no se trata de una situación actual, sino producto de un proceso histórico en el que ha primado el interés económico, que llevó al Estado a dejar el territorio en manos de personas a quienes solo les interesaban sus recursos.
Andrés Felipe Pabón Lara | Doctor en Historia de la Universidad Torcuato Di Tella y profesor titular del Instituto Alfredo L. Palacios Sociedad Luz Universidad Popular (Argentina)share
Hacia 1900 un explorador estadounidense descubrió manantiales de petróleo en el Catatumbo, lo que inició el interés petrolífero en la región. Foto: Pedro Pardo / AFP.
Violencia, conflicto y crisis son tres vocablos a los que la fuerza de los hechos nos ha acostumbrado a relacionar estrechamente con la región del Catatumbo. Dicha conflictividad se ha argumentado como consecuencia de la presencia de guerrillas y grupos paramilitares, así como del accionar de las fuerzas militares. El narcotráfico se expone como el contexto que ampara los intereses de tales grupos armados y como factor determinante de la integración (forzada) de la población campesina y de sus tierras a tal negocio.
Este problema es atizado por la interpretación de la ausencia del Estado que, se supone, habilita el accionar ilegal y acentúa la vulnerabilidad de la población victimizada por el conflicto. Sin embargo, sin afirmar que se trata de argumentos falaces, son insuficientes para abarcar la complejidad de los hechos presentes, en especial, por no integrar el proceso histórico de explotación, despojo y expoliación al que ha sido sometida la población de esta región y dentro del cual la estatalidad colombiana ha jugado un papel preponderante; no por ausencia sino por una particular forma de hacerse presente. Un claro ejemplo de ello lo constituye el despliegue de la explotación petrolera en el Catatumbo que, aunque se concentró en la primera mitad del siglo XX, sigue dejando sus huellas en el territorio.
Para inicios del siglo XX el Catatumbo se hallaba muy escasamente integrado al Estado nacional. La población originaria, por aquel entonces denominados como indios motilones (hoy reconocidos como pueblo Barí), tampoco había sido plenamente incorporada a la nación y conservaban en gran parte sus costumbres de vida autónoma tradicional. Solo tardíamente (décadas de 1770-1780) los empresarios cacaoteros instalados en la zona lograron, en colaboración con misioneros de la orden capuchina, un parcial control del territorio, apenas suficiente para garantizar la extracción de la producción del cacao. Sin embargo esto no significó la sujeción de los motilones ni su disciplinamiento como mano de obra para esa producción, y tuvo tan limitada como efímera duración. El Catatumbo fue una “frontera de guerra” para el orden colonial; solo parcialmente integrada al mercado primario-exportador.
Con la extracción petrolera se reinició en el Catatumbo un largo proceso de penetración del Estado y del mercado capitalista. Tal proceso se estructuró legalmente con el mecanismo de las concesiones, como la famosa “concesión Barco” (1905), en beneficio del general Barco, abuelo del posterior presidente de la República. Esto significó el otorgamiento de 400.000ha de territorio del Catatumbo para la exploración y extracción del crudo, lo que finalmente inició hacia 1930, tras una serie de pujas políticas que pusieron en debate la vigencia de la concesión, y que finalmente terminaron al consolidarse la venta de sus derechos a una empresa de capital estadounidense, y la efectiva presión que dicho Gobierno instaló sobre el colombiano para que se diera continuidad.
Así, una alianza entre la Colombian Petroleum Company, conocida como Colpet, y la South American Gulf Oil Company, o Sagoc, del grupo Rockefeller, serían las firmas beneficiadas. La primera, con los derechos exclusivos de exploración, explotación y propiedad sobre el petróleo extraído. La segunda, como encargada del transporte y la construcción de oleoductos. Esos beneficios se estipulaban por un término de 50 años (mayor al término máximo que la ley permitía entonces). Las regalías para el Estado se establecían entre 10 y 6%, en especie, dependiendo de si el Estado recibía el crudo en el lugar de extracción o en el puerto de embarque. Esos porcentajes se modificaron después de 1940 con la introducción de complejas fórmulas matemáticas que significaron la reducción de las ya bajas regalías recibidas.
Del petróleo a la policía armada
El saqueo que se desprende del establecimiento de esas mínimas regalías no constituyó el único eje problemático de la explotación petrolera del Catatumbo. Con el objetivo de controlar el territorio que se les había concedido, las petroleras emprendieron un activo proceso de intervención sobre las formas de vida y territorialidad de los pueblos indígenas allí asentados. La autorización dada los habilitaba para hacer uso de todos los materiales disponibles en la zona y para extraer todo tipo de recurso hallado en ella, lo cual comprendería una severa transformación de las condiciones ambientales.
Esa transformación no se puede entender restringida al cuadrante cedido a las compañías (ya de por sí extenso), sino que el proceso de quema y tala de bosques, uso del agua, depósito de residuos húmedos y secos en las aguas y la tierra, y la emisión de gases producto de todas las obras de infraestructura, por no hablar de la extracción del hidrocarburo en sí misma, alterarían indefectiblemente el ecosistema de la cuenca en su conjunto, y a la población.
En el contrato de concesión se estipulaba que el Gobierno y la petrolera “determinarán de común acuerdo las porciones de terrenos que se pueden dejar libres para la colonización agrícola o ganadera”, a lo que además se añadía que, luego de efectuada aquella determinación, “el Gobierno podrá hacer adjudicaciones a colonos nacionales de conformidad con las leyes sobre la materia”. Es decir que la penetración territorial del Estado se basaba en obtener los recursos que pudiera ofrecer el Catatumbo, sin atender las necesidades de la población de la región.
Un enorme número de trabajadores de las compañías se trasladaron al Catatumbo con sus familias y, a pesar de la oposición de la petrolera, adelantaron un proceso de colonización desordenado y rapaz que, aunque no fue impulsado por el Estado, tampoco fue objeto de su control, porque permitía continuar la frontera agrícola en aquellas regiones periféricas del país.
Todo esto profundizó la avanzada sobre las condiciones de vida de las comunidades indígenas y la conflictividad por el uso de la tierra en el Catatumbo. Seguramente por ello el mismo contrato de concesión señalaba que
el Gobierno les prestará a las Compañías contratantes la protección debida para prevenir o repeler la hostilidad o los ataques de las tribus de motilones o salvajes que moran en las regiones de que hacen parte los terrenos materia de este contrato, lo que hará por medio de cuerpos de policía armada o de la fuerza pública en cuanto sea necesario.
En la primera mitad del siglo XX los indígenas fueron despojados de la mitad de su territorio en la región. Foto: archivo Unimedios.
Así se habilitaba el uso del poder represivo del Estado contra la población indígena. Esto constituye una violación a cualquier principio jurídico moderno sobre la potestad del Estado y del uso de la fuerza ante la población civil. Con la expresión “prestar protección por medio de policía armada o fuerza pública” se definía la legitimación de formas de relación interétnica que priorizarían la represión violenta, que serían una expresión más de la articulación de dependencia entre el andamiaje estatal colombiano y los intereses de empresas privadas extranjeras. También se debe llamar la atención sobre la diferenciación expuesta en la normatividad entre fuerza pública y policía armada. Con lo segundo, terminó amparándose la práctica de entregar armamento a los trabajadores para usarlo contra los indígenas, constituyendo esa policía armada como un órgano paraestatal.
Para cumplir con la protección pactada con las empresas petroleras, se trasladó a Norte de Santander el Batallón de Infantería no.4, que se ubicó en Cúcuta, desde donde se enviaban tropas a los corregimientos, campamentos petroleros y asentamientos del sur de la región.
Por su parte, desde el Batallón de Infantería no.15, ubicado en Pamplona, se cubría militarmente la región aledaña a los municipios de Sardinata, Convención, El Carmen, Teorama, San Calixto y Hacarí, entre otros, ubicados en la franja occidental de la cuenca del Catatumbo. Las zonas de cobertura de estas unidades militares permiten reconocer la estrecha relación del accionar del Ejército Nacional con las actividades económicas de extracción de hidrocarburos y con la disposición para reprimir a los indígenas que pudieran entorpecerlas.
En 1938 iniciaron los trabajos de construcción del oleoducto, lo que implicaría el ingreso a la zona de unos 5.000 obreros. Para septiembre de ese mismo año ya había 38 pozos de extracción en el sur. En 1939 se terminó la edificación de una pequeña refinería y del oleoducto que atravesaba la cuenca de un extremo a otro. Para resguardar toda esa infraestructura, las petroleras configuraron, además de un esquema de mallas electrificadas circundante, un cuerpo de “guardabosques” (armados con escopetas tipo Winchester), especializado en la seguridad de la empresa.
Para esta misma época, ya la prensa exponía una supuesta declaratoria de guerra por parte de los indígenas a los petroleros. Se mencionaban ataques a los depósitos de la Colpet tras los cuales se efectuaban robos de herramientas, daños a instalaciones y vehículos, así como heridas y muerte de trabajadores, todo lo cual abonaba a la legitimidad del accionar represivo. Si para 1931 un agente de la Colpet había expresado que su Compañía aspiraba a que los indígenas terminaran vinculándose como trabajadores, 10 años después era evidente que eso no se había cumplido, y que el accionar de las petroleras, con el respaldo estatal y mediático, generaba como reacción todo lo contrario. Las citadas fuentes de información, al estar amparadas por la petrolera o por los intereses de las elites regionales ligadas a estas, no daban cuenta de las pérdidas de vidas humanas en la población motilona.
Aunque la represión sobre los indígenas descansaba en manos de los trabajadores, que fueron al tiempo colonos, el personal directivo, en su mayoría norteamericano, también usó la violencia contra los nativos con prácticas de cacería y rapto de menores, además de organizar la estructura represiva general. No obstante, se evidencia que esta violencia fue secundada por las instituciones estatales, en lo que constituyó un desplazamiento de sus atribuciones y una delegación de su accionar a las empresas petroleras.
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