El océano forma parte de la respuesta a la pregunta sobre cómo podemos asegurar la prosperidad de un mundo cuya población se incrementará desde los 7.000 millones de habitantes actuales hasta 9.000 en poco más de 30 años. Así lo reconoce uno de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS en adelante). Su inclusión en la lista de los nuevos derechos del ciudadano global fue una dura e intensa campaña pedagógica y diplomática protagonizada, entre otros, por el Grupo de Amigos del Océano (GOFOs, en inglés) que empleó para ello, con éxito, los argumentos y recomendaciones del informe final de la Global Ocean Comission.
Al final, la razón se impuso y el océano ha sido reconocido como parte de las condiciones básicas para garantizar la prosperidad de las personas en el siglo XXI. En el fondo, eso tratan de hacer los ODS: ayudan a sustituir las premisas que nos han permitido progresar desde mediados del siglo XIX e identifican aquéllas que deberán hacerlo en las próximas décadas, en un mundo interconectado en el que, más que nunca, el progreso o es de todos y dentro de los límites físicos del Planeta o no lo será.
El océano –único, aunque con distintos mares y riberas- es una pieza esencial del sistema climático, absorbiendo calor y CO2, atemperando los efectos de las emisiones de gases invernadero en el clima. Pero es delicado, sufre ya las consecuencias de una sobrecarga para la que no estaba preparado y no son descartables efectos intensos y peligrosos, cambios bruscos difícilmente reversibles. Es, además, fuente de alimentación y recursos para una buena parte de la humanidad. Y es, también, hábitat rico en biodiversidad y “vecino” natural de poblaciones y ecosistemas costeros, modulados por las dinámicas del litoral.
Por todo ello, se ha acabado el tiempo de la ignorancia y la pasividad. No podemos desconocer el impacto de convertirlo en un basurero, esquilmar sus recursos, permanecer impasibles antes los efectos en cadena del cambio climático u obviar los riesgos del desarrollo a gran escala de actividades mineras en fondos marinos. Ese es el gran sentido que tiene la Cumbre de Desarrollo Sostenible celebrada en septiembre en Nueva York: hemos decidido responder por lo que hacemos, rendir cuentas de nuestros esfuerzos, medir mejor lo que ocurre en el océano y esforzarnos por su restauración y protección. Es posible que la ciencia todavía no pueda ofrecer todas las respuestas, pero nos hemos comprometido a apoyar su tarea en una lucha contra reloj cuya finalidad última es transformar el conocimiento en acción concreta.
Necesitamos mantener un enfoque integral, que comprenda la relación entre ecosistemas marinos, costeros y las presiones terrestres. Sabemos que las mejores respuestas son las inspiradas por los ecosistemas, lo que hoy llamamos infraestructuras verdes, capaces de aprovechar el efecto regenerador y protector de hábitats y recursos naturales. Son soluciones especialmente indicadas para los espacios limítrofes costeros, que deben formar parte protagonista de las estrategias de adaptación al cambio climático, tan sensible y relevante en muchas zonas, incluida España. Una buena estrategia requiere una regulación adecuada de las actividades costeras que entienda los beneficios de una buena protección del litoral, la minoración de amenazas y un buen plan de acción sobre el terreno. Algo en lo que hemos retrocedido vertiginosamente y en lo que deberemos recuperar el tiempo perdido a gran velocidad.
Se ha de hacer visible el valor económico del océano y el aprovechamiento de sus recursos. Quién se beneficia de qué y quién sufraga los costes del deterioro. Son escalofriantes los datos de pesca ilegal, pero también lo son las cifras agregadas de subsidios a la pesca, que acaban mayoritariamente concentrados en menos de una veintena de firmas en todo el mundo; un asunto sobre el que, quizás, foros como la Organización Mundial de Comercio pueden empezar a fijar su atención e impulsar una paulatina corrección de la carrera a ninguna parte en la que estamos inmersos. También es éste un campo en el que España tiene muchos interrogantes a los que empezar a dar respuesta.

Por Teresa Ribera