Flor, la madre de Egan Bernal, le cuenta a Camilo Amaya en El Espectador de Colombia que el nombre de su hijo se lo eligió el médico que le dijo que estaba embarazada. Al doctor, Egan le gustaba porque le sonaba a dios griego victorioso, y en las webs dedicadas a explicar los significados de los nombres para que los padres elijan, cuentan también que Egan fue el nombre que en el Olimpo dieron los dioses al primer fuego, tan hermoso y brillante que Afrodita, tan enamoradiza y sensual, lo hizo hombre, y de su interior irradiaba luz, tan hermoso era.

A Flor, enredada todos los días entre la belleza de los claveles que contaba y ordenaba, y elegía los mejores, en la empresa en la que trabajaba, no le impresionó mucho la historia, el nombre no le convencía mucho, no le parecía que rimara bien con Bernal, el apellido del padre, dice, pero lo acató.

A los aficionados al ciclismo el nombre no solo les parece acertado y sonoro, dos sílabas, como Eddy, nombre de crack único, sino también premonitorio, pues antes de vestir el amarillo luminoso del Tour, Egan ya poseía su luz propia, brillantísima, y todos los del ciclismo lo decían, es el elegido, y todos esperan y creen que el del 19 no sea solo su Tour sino el primero de sus Tours, el inicio de la era Egan, un niño de 22 años que no piensa en esas cosas.

Es el más joven ganador de los Tours de los tiempos modernos, tres meses más joven que Felice Gimondi, el debutante que ganó en el 65. Es el primer colombiano que llega a París de amarillo. Ha llegado más lejos que Cochise Rodríguez, de Medellín, que Lucho Herrera, de Fusagasugá, que Fabio Parra, de Sogamoso, que Nairo Quintana, de Tunja, que Rigo Urán, de Urrao, a todos los de aquellos tiempos en los que a los escaladores colombianos se les llamaba escarabajos.

“No, no, no, no me digan eso”, dice Egan a punto de llegar a París con una serenidad autoimpuesta para frenar las emociones que le desbordan. “Espero lo mismo, la verdad, que este Tour solo sea el primero, espero seguir creciendo, pero no quiero suponer el futuro ni agobiarme, solo quiero seguir disfrutando con el placer de competir sin más, de la adrenalina que se dispara, de lo que hace hermoso pedalear, y quiero vivir solo este momento, no quiero salir de él”.

Como los campeones del ciclismo, como Anquetil, nacido en un campo de fresas en un Quincampoix, Normandía, que casi le gana en sílabas a Zipaquirá; como Bobet, hijo de panadero de pueblo bretón, Saint Méen; como Poulidor, labrador del lemosín; como Hinault, un bruto bretón; o Indurain, un calmo navarro del campo; como Ocaña, de un pueblo de Cuenca, o como Coppi, campesino de Alessandria, Egan llega al centro del mundo, a París, desde un lugar humilde y lejano, un lugar llamado Zipaquirá, una ciudad cercana a Bogotá que aún mantiene el nombre que le dieron los muiscas, el pueblo que allí habitaba antes de la conquista. Cuando él nació, en 1997, un 13 de enero, como Marco Pantani, y siempre hay que recordarlo, ya tenía su propio héroe ciclista, Efraín Forero, el Indomable Zipa, quien hace 70 años, cuando tenía 19, llegó hasta Manizales por el alto de Letras, que se creía impracticable, y demostró que era posible hacer una Vuelta a Colombia, y en Manizales lo pasearon a hombros por su hazaña, como a un torero, como hace 600 años a sus zipas, sus reyes.

Bernal, en una ascensión.
Bernal, en una ascensión. ANNE-CHRISTINE POUJOULAT AFP

Hay lugares remotos en los que el ciclismo es la vida, y en Zipaquirá también estaba Fabio Rodríguez, el ciclista que fue gregario de Tony Rominger y que se hizo responsable de la escuela municipal en la que, a los cinco años, empezó Egan a pedalear. Y ya entonces todos le veían la luz. Se especializó en mountain bike y, en pocos años y con la ayuda de Pablo Mazuera, un mecenas que lo sacó a competir a todas partes, se convirtió en uno de los mejores del mundo. Era tan bueno que, cuando debutó en la carretera, ya en Europa, ya colocado en un equipo italiano, a todos los que están atentos a los fenómenos se les quitó el hipo como se les quita ahora a los que ven pasar a Mathieu van der Poel. Egan tenía 19 años y un mes cuando se hizo profesional.

Eusebio Unzue le vio dos detalles y no lo dudó, el Tour de los siguientes 10 años sería Egan por un lado y los demás, por otro. “No he visto a nadie como él, rompe todos los moldes”, decía Unzue, que, deslumbrado también por el colombiano, llegó a pensar hasta en vender su alma al diablo para hacerse con su contrato. “Hasta ahora mirábamos a los corredores y los catalogábamos diciendo, este es un contrarrelojista que pasa la montaña o este es un escalador que no se muere contrarrelojeando. Egan es algo más, es incatalogable, una categoría por sí solo”. Hablaba Unzue de Egan y parecía que hablara de Anquetil, el supercampeón más humano, más sensible. El alma de David Brailsford, patrón del entonces Sky, ahora Ineos, debía de tener más interés para el diablo que el del jefe del Movistar, o más opulencia, porque fue el británico quien se hizo con Egan, que llegó al WorldTour, la Champions del ciclismo, como llegan los más grandes, como niño prodigio, meses después de ganar el Tour del Porvenir. Tenía 21 años recién cumplidos. El equipo británico decidió encomendarle el liderazgo del equipo en el futuro, que no será británico sino latinoamericano, y a su alrededor está agrupando a los mejores del continente, a Richard Carapaz, el ecuatoriano que ganó el Giro con el Movistar, a Iván Sosa, a Jhonatan Narváez.

La víspera del comienzo del Tour que todo el mundo sabría que ganaría (y también, él, pero no quería creérselo), Egan dijo que echaba la vista atrás y se veía tres, cuatro años antes, viendo una etapa de la Vuelta en Andorra y alucinaba por lo que veía, y lo veía tan lejano que verse ahora él dentro de todo eso le daba vértigo. “Si me veo hace tres años no me creo que esté aquí”, dice Egan, que cuando está en Europa vive en Andorra con su padre, Germán, y con su chica, Xiomara, compañera ciclista con la que lleva desde los 17 años, cuando comenzó a estudiar periodismo, y lo dejó, en la Universidad de la Sabana, en Bogotá. Y cuando lo dice todo el mundo sabe que Egan es quizás el único que puede no creérselo, tan nítido y vertical es su paseo entre los mejores: el primer año con Sky ganó el Tour de California y llevó como nadie a Froome y Thomas en las montañas del Tour; el segundo, ganó la París-Niza dirigiendo abanicos en la llanura de Francia invernal, y la Vuelta a Suiza, volando en el pavés del San Gottardo.

Antes de llegar a la cima del Tour, al Iseran, y capturar el amarillo, Egan, y sus gafas de soldador abriendo el camino, atacó duro en el Galibier. Nadie le pudo seguir. El viejo Poulidor lo vio por la tele y también quedó deslumbrado, y también lo adoptó: “Este chico ganará muchos Tours”.

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