A unas 100 millas de la costa de Tailandia, tres docenas de niños y hombres camboyanos trabajaban descalzos todo el día, hasta entrada la noche, en la cubierta de un cerquero. Olas de cuatro metros trepaban por los costados del barco, y golpeaban a la tripulación por debajo de las rodillas. El rocío del océano y las vísceras del pescado volvían el suelo resbaladizo.

La cubierta, que se balanceaba errática por el fuerte oleaje y los vientos huracanados, era una carrera de obstáculos de aparejos dentados, cabrestantes giratorios y grandes pilas de redes de más de 200 kilos. Lloviera o hiciera sol, los turnos duraban entre 18 y 20 horas. Por la noche, la tripulación echaba las redes cuando los pequeños peces plateados que buscaban —sobre todo jureles y arenques— eran más reflectantes y fáciles de divisar en aguas oscuras.

Se trata de un lugar atroz que he explorado en los últimos años. Los barcos de pesca del mar del Sur de China, sobre todo los de la flota tailandesa, son conocidos desde hace años por hacer uso de los llamados esclavos del mar, en su mayoría emigrantes obligados a navegar por deudas o por coacción.

Dos tercios del planeta están cubiertos por agua y gran parte de ese espacio está sin gobernar. Los delitos contra los derechos humanos, contra el trabajo y contra el medio ambiente se producen a menudo y con impunidad porque los océanos son inmensos y las leyes que existen son difíciles de aplicar.

Sin embargo, el factor más importante es que el público global desconoce desafortunadamente lo que ocurre en alta mar. Los reportajes sobre y desde este ámbito son escasos. Así, los habitantes de tierra firme tienen poca idea de cuánto dependen del mar, o de los más de 50 millones de personas que trabajan allí.

El trabajo forzado en los barcos de pesca no es el único problema para los derechos humanos. Cada año mueren cientos de polizones y migrantes en el mar. Una industria multimillonaria de seguridad privada opera allí, y cuando estas fuerzas mercenarias matan, los gobiernos rara vez responden porque ningún país tiene jurisdicción en aguas internacionales. Al menos un barco se hunde cada tres días en algún lugar del mundo, y esto en parte explica por qué la pesca se clasifica de manera recurrente entre las profesiones más mortíferas.

Y luego está la crisis medioambiental. Los vertidos de petróleo no son la peor parte. Cada tres años, los barcos vierten intencionadamente en los océanos más petróleo y lodo que los vertidos de Exxon Valdez y de BP juntos. La acidificación está dañando la mayoría de los arrecifes de coral.

Buena parte de los caladeros del mundo están agotados. Algunas investigaciones predicen que en 2050 el mar contendrá más plástico que peces. La sobrepesca, a menudo impulsada por las subvenciones de los gobiernos, se traduce en menores capturas cerca de la costa y en una industria cada vez más desesperada. Uno de cada cinco peces que acaban en el plato de los estadounidenses procede de barcos piratas de pesca.

Recientes acontecimientos han recordado al mundo su dependencia del comercio marítimo. En el puerto de Los Ángeles, un embotellamiento inducido por la COVID de docenas de buques de carga dejó a los consumidores con retrasos en sus envíos, y a los trabajadores de cubierta parados sin poder llegar a la costa. En el Canal de Suez, un barco varado provocó un atasco de 10.000 millones de dólares.

A pesar de la cobertura ocasional de las noticias cuando la calamidad golpea en alta mar, la información de esta frontera indómita es generalmente escasa. Muchos medios de comunicación se han retirado de la información internacional porque es larga y costosa.

The Outlaw Ocean Project, una organización periodística sin ánimo de lucro, está trabajando para llenar este vacío. Un reportaje que publicamos el año pasado con NBC News reveló la mayor flota pesquera ilegal jamás descubierta: más de 800 barcos pesqueros chinos que operaban en aguas norcoreanas violando las sanciones de la ONU. Estos buques estaban acelerando el colapso de la población de calamares al tiempo que desplazaban violentamente a los barcos locales y a los más pequeños de Corea del Norte. Las consecuencias fueron mortales, pues cientos de estos pescadores locales, encallados demasiado lejos de la costa, fallecieron.

Pero incluso con historias impactantes —sobre los océanos o sobre cualquier otra cosa— al periodismo le resulta difícil llegar a los jóvenes, que cada vez recurren más a fuentes alternativas de información de plataformas online como Facebook, YouTube y Twitter. Y a menos que el público se comprometa y se interese, muy poco cambiará en el ámbito de las políticas internacionales y la aplicación.

Por mucho que nos dediquemos a la urgencia de estos problemas en los océanos, está claro que nuestras investigaciones deben llegar a públicos amplios y nuevos para tener impacto. Por eso combinamos nuestro periodismo tradicional con un experimento que emplea la música para atraer a la gente a nuestro trabajo.

Creamos The Outlaw Ocean Music Project, un esfuerzo para ayudar a difundir y apoyar económicamente el periodismo. Más de 480 artistas de más de 80 países se han unido al proyecto y han grabado álbumes de su propio estilo y en diversos géneros, siempre inspirados en los reportajes. Su música se ha publicado en más de 200 plataformas digitales (como Apple Play, YouTube y Amazon), y los ingresos del streaming se destinan a financiar el periodismo.

Los artistas utilizan cortes de audio provenientes de los vídeos grabados durante los reportajes, e integran en sus piezas sonidos como los disparos de ametralladora frente a la costa de Somalia o los cánticos de marineros cautivos en el mar del Sur de China. Su música ha alcanzado a más de 90 millones de personas, muchas de las cuales pasan de las canciones a los vídeos y a los reportajes escritos.

13 artistas residentes en España —Cheap Monk, con un sonido “downtempo”; Bruno Sanfilippo, de piano clásico y música electrónica; o furino, en el género lo-fi; entre otros— han participado en el proyecto con el objetivo común de crear álbumes que cuenten las historias del mar, a menudo ignoradas.

Los océanos tienen una importancia existencial. Son el sistema circulatorio del comercio mundial, pues el 80% de la carga comercial a nivel global se transporta en barcos. También son los pulmones del planeta, en tanto que sirven de sumidero de carbono y ayudan a limpiar el aire al tiempo que producen la mitad del oxígeno que respiramos.

Pero a pesar de su importancia y de su impresionante belleza, el mar es también un lugar distópico, hogar de oscuras inhumanidades. Demasiado grande para vigilarlo y sin una autoridad internacional clara, las inmensas regiones de aguas traicioneras acogen una criminalidad y una explotación desenfrenadas.

La única manera de gobernar mejor esta frontera marítima, y de contrarrestar los problemas de derechos humanos y medioambientales que allí se producen, es arrojar una luz continua sobre ellos. Y para ello, el periodismo —con la ayuda de la música— tiene un papel urgente que desempeñar.

(*) Ian Urbina es  periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project. En 2020 publico “Océanos sin ley”, editado por  Capitán Swing. The Outlaw Ocean Project  es una organización periodística sin ánimo de lucro con sede en Washington, D.C. centrada en el periodismo sobre los crímenes medioambientales y contra los derechos humanos en el mar.

efeverde.com