Antonio José Rengifo Lozano Profesor de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL). Experto en Derecho Internacional.
Una mirada crítica a la guerra de Rusia contra Ucrania revela que los Estados están enfocando máximos esfuerzos y recursos a preservar sus espacios oceánicos y a desarrollar su poder naval como prioridades de la geopolítica y la geoestrategia.
El 15 de abril de 2022, el crucero Moscú, nave almiranta de la flota rusa en el mar Negro, se fue a pique. El Ministerio de Defensa ruso declaró que el naufragio se debió a un incendio generado por la detonación de municiones, mientras que Ucrania declaró haber hundido el navío por un ataque de misiles. Desde tiempos inmemoriales, el conflicto bélico es guerra de información y de desinformación.
Y también fuente para la propaganda. Por esos días, el opositor ruso Alekséi Navalni exhortaba a los gigantes de la tecnología en Occidente a abrir un frente de información contra Moscú “para aplastar la propaganda de Putin” a través de las redes sociales, pues, según expresó, la mayoría de los ciudadanos rusos tiene una idea errada de lo que sucede en Ucrania.
A comienzos de febrero, poco antes de la invasión, Vladímir Putin advirtió que la unión de fuerzas de las potencias de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no eran comparables con las de Rusia, pero que su país poseía el armamento nuclear.
De hecho, a finales de ese mismo mes, el presidente ruso ordenó la alerta de las fuerzas de disuasión (de las cuales forma parte el arsenal nuclear) y le ordenó a su canciller, Serguéi Lavrov, que declarara al mundo que el peligro de una guerra nuclear es real.
Sin embargo, un análisis del contexto geopolítico permite confirmar que la hipótesis de la utilización del arma nuclear es poco probable, si se considera que Rusia se expondría a su propia destrucción.
Europa, Asia y Oriente en el ajedrez político
Al ordenar una guerra de invasión contra Ucrania, Vladímir Putin ha puesto en causa los equilibrios geopolíticos de Asia y Europa.
El resultado ha sido una precipitación de decisiones que sin duda marcarán la historia por los próximos años, sobre todo para los países aliados en la OTAN, que se aprestan a recibir como miembros plenos a Suecia y Finlandia, un alineamiento en contra de los objetivos del presidente ruso, el cual hubiera sido de difícil ejecución en otros contextos.
Como respuesta, en una reunión de emergencia de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), llevada a cabo el 2 de marzo de 2022, se aprobó el texto de una resolución que, aunque no tiene fuerza jurídica vinculante, sí expresó una desaprobación mundial a la guerra.
En ella, 141 Estados (de los 193 que componen la ONU) condenaron la invasión rusa a Ucrania y se pidió a Moscú que retirara sus tropas de inmediato y sin condiciones. El resultado: cinco países votaron en contra: Rusia, Bielorrusia, Siria, Corea del Norte y Eritrea, y 35 se abstuvieron, entre ellos cuatro latinoamericanos: Cuba, Bolivia, El Salvador y Nicaragua.
¿A qué se debe la determinación rusa a pesar de la evidente desaprobación mundial?
El escritor y marino inglés sir Walter Raleigh (1554-1618) dejó un principio sólido para la geopolítica como guía para las potencias del mundo de ese entonces y del porvenir: “quien controla el mar controla el comercio; quien controla el comercio controla la riqueza; quien controla la riqueza controla el mundo”.
Al lector no debe sorprenderle que los Estados dediquen máximos esfuerzos y recursos a preservar sus espacios oceánicos y a desarrollar su poder naval como prioridades de la geopolítica y la geoestrategia.
Lo anterior se ve en el hecho de que, después de la disolución de la Unión Soviética el 25 de diciembre de 1991, la marina rusa no era un factor importante en la política global de los océanos. Pero a partir de 2010, consciente de su relevancia, Rusia desarrolló un plan de equipamiento de la marina, centrando su atención en el mar Negro como prioridad estratégica y en respuesta a la pérdida de influencia sobre sus fronteras.
Los intereses energéticos y la amenaza de una presión geoestratégica de Occidente sobre Rusia fueron factores determinantes para dar este paso. Precisamente, el proyecto de gasoducto Nabuco se lanzó en 2006 al sur del mar Negro –como respuesta a las crisis del gas ruso-ucraniano–, y al este el oleoducto Baku-Tiblissi-Ceyhan atravesó la Georgia exsoviética que había tomado distancias de Moscú.
Como respuesta a la movida de las fichas del ajedrez político, el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush, celebró en la cumbre de la OTAN de Bucarest (Rumania) de 2008 la adhesión de Ucrania y Georgia a esa organización, lo que generó preocupación en Moscú por un cerramiento de Occidente.
Sin embargo, vale la pena recordar que la creciente presencia de Rusia en el mar Negro no es nueva. Un repaso histórico demuestra que esta influencia es anterior a la anexión de Crimea a Rusia en 2014.
Y también anterior al apoyo al régimen de Bashar al-Ásad en Siria, que, a pesar de ser condenado por organismos de derechos humanos, jugó un papel importante al acelerar las prioridades de Moscú, que tiene un punto estratégico en la base naval de Tartús en la costa mediterránea siria.
Lo anterior significa una cosa: hay una tendencia cada vez mayor por una redistribución del poder en el mundo. Así lo expresó el Kremlin el 4 de febrero de 2022 por medio de la “Declaración conjunta de Rusia y China sobre una nueva era en las relaciones internacionales y el desarrollo sostenible global”, acordada en Beijing durante los Juegos Olímpicos de Invierno.
En ella, los líderes de los dos países constatan que el mundo vive importantes cambios y profundas transformaciones tanto con el advenimiento de la sociedad de la información como con la diversidad cultural, la evolución de la arquitectura de la gobernanza global y el orden mundial.
La importancia estratégica del mar Negro
La configuración geográfica del mar Negro es compleja, como complejas son, por ello mismo, las tensiones geopolíticas que navegan a su alrededor.
Mar peligroso de cruzar por sus fuertes vientos y oscuridad (debida al alto contenido de sulfuro de hidrógeno), tiene una superficie de 436.400 km2 –sin incluir el mar de Azov– y forma parte del continente euroasiático (pues se encuentra entre Asia occidental y Europa oriental), por lo que baña las costas de Turquía, Georgia, Bulgaria, Rumanía, Ucrania y Rusia.
En este mar, dos estrechos juegan un papel estratégico. El primero es el estrecho de Bósforo, un paso marítimo de 30 km de longitud que conecta el mar de Mármara con el mar Negro y divide en dos partes a la ciudad de Estambul.
Su importancia ha sido causa de disputas y guerras a lo largo de la historia, pues rusos, griegos y otomanos han pretendido cerrarlo y utilizarlo solo para sus barcos en distintas épocas.
En 1936 la densidad del tráfico marítimo fue de 4.400 buques anuales, mientras que en la actualidad se calcula que es superior a los 48.000 (cuatro veces más que el canal de Panamá). Así, esta zona se posicionó como el segundo lugar con mayor densidad de tráfico marítimo del mundo, después del estrecho de Malaca.
El segundo es el estrecho de los Dardanelos (antiguo Helesponto de los griegos), ubicado entre Europa y Asia. Tiene una longitud de 61 km y conecta al mar Egeo con el mar interior de Mármara y su archipiélago. Su importancia es crucial, en particular para Rusia, porque permite conexiones marítimas desde el mar Negro hasta el Mediterráneo y el océano Índico (a través del canal de Suez).
Tras la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio otomano, el estrecho de Bósforo fue expropiado en 1918 y puesto bajo el control de la Comisión Internacional de los Estrechos Turcos, integrada por el Reino Unido, Francia, Italia y Japón. En 1936, cuando la Comisión fue disuelta, la soberanía del Bósforo fue devuelta a Turquía (al igual que la del estrecho de los Dardanelos), a condición de que lo mantuviera abierto para todos los buques civiles.
Lo anterior le otorgó a la nación turca (miembro de la OTAN desde 1952) el derecho de instalar fuerzas militares, y también la obligación de aceptar la libre circulación de los navíos de comercio y la facultad de restringir el paso de navíos de guerra en caso de conflictos armados, con lo cual la “Sublime Puerta” (como se le conoció en el pasado), es un paso entre Occidente y Oriente que le confiere un papel geopolítico de primer orden.
No es de extrañar entonces que la arremetida devastadora de las fuerzas rusas sobre la región del Donbas tenga como interés estratégico asegurar inicialmente el control de un corredor terrestre a lo largo de la costa sureste del mar Negro, desde la península de Crimea (anexada en 2014 en violación del derecho internacional) hasta la frontera rusa, para extenderse posteriormente hacia Odesa e incluso más allá, lo cual afianzaría su control sobre la cuenca de ese mar.
El océano Ártico, objeto de intereses y tensiones desde el final de la Guerra Fría por su importancia estratégica, ambiental y valiosos recursos naturales, ha pasado a ser objeto de preocupaciones por el eventual desplazamiento del teatro de la guerra hacia el que se considera el techo del mundo, en el cual tienen límites y zonas marítimas varios países, incluidos Estados Unidos y Rusia.
Nuevos actores, nuevas tensiones
Las dinámicas de la geopolítica de antaño –determinantes para la estrategia y para sustentar posiciones en la escena internacional– no desaparecerán del todo, pero las nuevas dinámicas no definen aun claramente sus contornos ni su impacto para la geopolítica en lo que sigue del siglo XXI.
El poderío militar seguirá siendo un factor de primer orden, aunque no siempre determinante. Ante una relativa pérdida de la capacidad de acción política de los Estados, los actores no estatales (como las plataformas numéricas, las multinacionales, las organizaciones no gubernamentales, la opinión pública y los movimientos sociales con múltiples y diversas reivindicaciones) están influyendo de manera progresiva las agendas internacionales y las políticas exteriores de los países.
Las revoluciones tecnológicas y los ambiciosos programas espaciales, que cuentan con una marcada participación económica y científica de empresas del sector privado, darán un vuelco radical a la geopolítica que, aun así, mantendrá sus premisas y principios en las estrategias defensivas y de guerra.
Lo anterior no es otra cosa que la continuación de una paradoja en la historia: la ciencia sigue aportando innovaciones y descubrimientos para la guerra y también para usos civiles, con restricciones, al menos inicialmente, como fue el caso del internet.
Algunos ejemplos de esas nuevas tecnologías, entre varios otros desarrollos, son:
- drones,
- tecnologías de rastreo GPS,
- transportadores de carga más ágiles,
- nanobots médicos que son introducidos en el torrente sanguíneo y los tejidos del personal militar y que estarán en capacidad de liberar tratamientos para dolencias y enfermedades,
- sistemas de láseres que les permitirán a los buques de guerra eliminar y desactivar con precisión el motor de un barco enemigo en alta mar,
- y el arma naval Match 7, que podrá utilizar energía electromagnética para disparar proyectiles desde 100 millas o más, a siete veces la velocidad del sonido.
Entre los factores que generan tensiones mundiales vale la pena mencionar el programa internacional Artemis o Artemisa, promovido con entusiasmo por la administración del expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, que tiene por objeto volver a explorar la Luna y establecer allí una presencia sostenible con bases para que las empresas privadas consoliden una economía lunar extractiva y enviar humanos a Marte dentro de una década.
A este respecto, en 2020 se suscribió el polémico tratado Acuerdos de Artemisa como “principios para cooperación en la exploración civil y el uso de la Luna, Marte, cometas y asteroides para fines pacíficos”.
El director de la Agencia Espacial rusa expresó su oposición a los acuerdos, mientras que Colombia fue el decimonoveno Estado (tercero en Latinoamérica), en firmar el tratado en mayo de 2022.
Recientemente un grupo de diplomáticos de Reino Unido le propuso a las Naciones Unidas convocar a un grupo de trabajo para establecer normas sobre conductas espaciales internacionales para prevenir errores y malentendidos que pudieran conducir a la guerra.
Todo esto permite concluir que la guerra de Rusia contra Ucrania tendrá un impacto duradero en todo el planeta.
Un reciente informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), sobre los efectos económicos y financieros de esa guerra en América Latina y el Caribe, identifica tres “canales” de transmisión de los efectos hacia la región: el canal comercial, en particular las limitaciones a exportaciones agrícolas; el canal de precios, con distorsiones en precios de hidrocarburos, metales y alimentos; y el canal financiero, sobre el cual se prevé el aumento de la volatilidad financiera y las depreciaciones de las monedas locales.
Se ha dicho (y no es utópico) que el siglo XXI será marítimo. Los mares enseñan a pensar desde otras perspectivas los espacios lisos y las tensiones de la geopolítica.
En el caso de Colombia, se han confirmado prioridades de corto plazo como la de perseverar en la paz en un entorno internacional conflictivo y polarizador, que podría durar varios años.
La consolidación de una diplomacia que se corresponda con la visión de Colombia como país marítimo, sobre lo cual se han dado pasos importantes, también debe ser prioridad para la inserción de nuestro país en la gobernabilidad mundial de los océanos.
Para ello, se deberá abordar una reflexión reposada sobre la ratificación de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, y también estudiar la cuestión de la plataforma continental, en el Pacífico y en el Caribe, para un país rico en biodiversidad como el nuestro, que tiene en extensión de sus mares el equivalente a su territorio continental o emergido.
En un contexto mundial en el que sigue vigente la pandemia sanitaria, la pérdida de fuerza del derecho internacional público y el decaimiento del sistema de las Naciones Unidas, el 2022 ha visto la cumbre de los cuestionamientos al orden mundial, entendido como un sistema de equilibrios y consensos jurídicos y diplomáticos en el cual los Estados han hecho avanzar sus intereses bajo la voluntad expresa de evitar los conflictos o, al menos, abstenerse de agravarlos.
Esos cuestionamientos, que desafían la forma como se han ejercido los liderazgos en el orden mundial, están asumiendo expresiones brutales y devastadoras en los espacios ucranianos, sobre todo en el Donbas y el mar Negro.
Y están apuntando a los pilares y fundamentos mismos –sin desconocerlos del todo ni invalidarlos– de un orden mundial que, en algún grado, la Rusia de ayer, como Unión Soviética, contribuyó a diseñar y consolidar.
Una paradoja es que esos cuestionamientos surgen desde el autoritarismo. La otra paradoja radica en que no están proponiendo ninguna opción pacífica de transformación a un sistema internacional obligado a implementar mecanismos de cooperación para enfrentar problemas globales.
Desde los países del sur sería preciso señalar que, ante ese escenario de conflictos, la mayoría de los países –que abarcan el mayor volumen de la población mundial– aparecen impávidos ante ese despliegue de fuerza y devastación; impotentes frente a la aplicación de mecanismos que ya parecen inadecuados para detener esta y otras formas de uso de la fuerza por otras potencias.
El mundo, que todo indica no volverá a ser el mismo después de estas crisis, parece enfrentado a lo peor: el problema nuclear o el deslizamiento hacia una espiral de conflictos impredecibles.
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