A primera vista, las ordenadas hileras de enjutas vides plantadas en molinete en el viñedo Viñas del Tigre, en Baja California (México), no parecen extraordinarias. Pero para Aldo Quesada, viticultor y bodeguero, estas hileras son un mapa del futuro.
A un lado del molinete, tempranillo, merlot, garnacha y otras uvas de vino clásicas parecen marchitas y anémicas. En los últimos años se han visto afectadas por olas de calor (y sequías) sin precedentes, las brutales condiciones climáticas que se dan aquí, en el extremo sur de la zona vinícola de Norteamérica.
Pero una hilera parece diferente. Las uvas misión de Quesada, descendientes de la primera variedad de uva llevada a Norteamérica por los misioneros españoles hace 500 años, no sólo sobreviven, sino que prosperan. Sus frondosas hojas, del tamaño de una palma, ondean con la brisa salada del mar. Las uvas que quedaron en la vid tras la reciente vendimia siguen siendo gordas y dulces.
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«Es una uva increíble, muy fuerte», dice Quesada. Y gracias a ese vigor, son una pieza clave de sus planes y de los de otros viticultores locales para elaborar vino en un futuro aún más cambiante desde el punto de vista climático.
Unas uvas con una misión
Quesada es joven (tiene poco más de 30 años y es relativamente nuevo en el mundo del vino), pero las vides con las que trabaja son muy, muy viejas.
Estas uvas evolucionaron en las estepas altas y secas de Castilla la Mancha y se cultivaban en las misiones españolas. Robustas, resistentes a la sequía y vigorosas, eran la elección natural para los barcos de los exploradores españoles que se dirigían al Nuevo Mundo a principios del siglo XVI.
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