Informes, crónicas y diarios de viaje dan cuenta del pasado de una de las selvas más importantes del mundo: el Amazonas. En el siglo XVIII los franciscanos poblaron las riberas de los ríos Caquetá y Putumayo, no solo para difundir la fe cristiana entre los indígenas, sino también para extender los límites de la Corona española. Espejos, machetes, chaquiras y otros objetos formaron parte de su vida cotidiana y estuvieron presentes en los intercambios y contrabandos de algunos misioneros.

Laura Franco Salazar | Periodista Unimedios Sede Medellín

La selva amazónica fue escenario fundamental para la ampliación de las fronteras durante la colonia. Fuente: archivo Unimedios.La selva amazónica fue escenario fundamental para la ampliación de las fronteras durante la colonia. Fuente: archivo Unimedios.

Al norte de la cordillera de los Andes, justo donde se dividen las tres cadenas montañosas que atraviesan Colombia, nacen los ríos Putumayo y Caquetá. Se abren paso entre la selva amazónica, el primero marcando la actual frontera con Ecuador y Perú, y el segundo serpenteando hasta el interior de Brasil.

Ambos, hace más de 300 años, fueron las únicas vías de conexión entre las zonas “periféricas” (lugares con poblaciones y costumbres indígenas, establecidas antes de la conquista) y las “centrales” (territorios activos social y económicamente según las directrices de los españoles), como la gran Provincia de Popayán (hoy los departamentos de Putumayo, Cauca, Valle del Cauca, Chocó, Antioquia, Nariño, Caquetá, Guaviare, Guainía, Vaupés y Amazonas) y el reino de Quito (hoy territorio ecuatoriano, peruano y brasileño).

“Por eso estos dos afluentes fueron cruciales en la época de las misiones religiosas propuestas desde Roma para extender la fe cristiana y la ‘vida civilizada’. Hombres pertenecientes a la Orden de los Franciscanos (fundada por San Francisco de Asís en la primera década del año 1200) se instalaron en la ciudad de Popayán desde iniciada la conquista, en 1536, y se encargaron de evangelizar en esa parte del mapa”, cuenta Katerine Bolívar Acevedo, magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Medellín y estudiante del Doctorado en Geografía de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Aunque esto forma parte del pasado de una de las selvas más importantes del planeta, durante muchos años la historiografía colombiana se centró en Casanare, Meta y Orinoco, enfocándose en las misiones de los jesuitas. “Sobre las misiones franciscanas se hablaba apenas en algunos trabajos referentes a la explotación de quina y caucho en el siglo XIX, al impacto de los misioneros en las sociedades indígenas y en unas cuantas transcripciones de fuentes manuscritas (informes, relaciones, memorias, etc.)”, agrega la investigadora.

A raíz de esta carencia, buscó, recolectó y comparó la información referente a las actividades de esta Orden, custodiada en el Archivo Central del Cauca (Fondo Misiones y Fondo Órdenes Religiosas) y en el Archivo General de la Nación –distribuida en crónicas, informes de funcionarios y diarios de viaje, entre otros documentos oficiales y personales– que le permitieron elaborar bases de información y una cartografía para visualizar las rutas de acceso, los puertos, los asentamientos, las zonas de cultivo, la geografía y el clima del piedemonte andino amazónico.

Los franciscanos pertenecen a la orden fundada por San Francisco de Asís en la primera década del año 1200. Fuente: Thomas Coex / AFP.Los franciscanos pertenecen a la orden fundada por San Francisco de Asís en la primera década del año 1200. Fuente: Thomas Coex / AFP.

Caminos al pie de desfiladeros, intransitables si llovía

Durante 30 años (1758-1790), 66 operarios –entre sacerdotes, hermanos legos, peninsulares y criollos– estuvieron en las misiones de Putumayo y Caquetá. Sin embargo, solo 6 de ellos superaron los 20 años en los sitios, una cifra considerable teniendo en cuenta que los caminos eran ásperos, “al pie de desfiladeros”, y que carecían de alimentos básicos como harina y carne.

Uno de los misioneros que narró con mayor minucia los aciertos y dificultades durante su paso por la selva Amazónica fue fray Juan de Santa Gertrudis, nacido en Mallorca (España) y embarcado hacia América cuando tenía 32 años. Gracias a él se conocen, entre otras cosas, las cuatro rutas que siguieron los misioneros al sur de la Provincia de Popayán, las cuales iban abandonando a medida que encontraban una más directa y menos peligrosa.

El primero de los caminos conocidos, y uno de los más reducidos en distancia, salía desde Popayán a Pasto, donde se bifurcaba hacia Sibundoy o Sucumbíos. “De Caquetá a Sibundoy, tomando el camino por Santa Clara de Mocoa, hay solo 6 días de camino, y de estos, los 2 que hay de Mocoa a Caquetá son de tierra llana”, relataba Santa Gertrudis.

Sin embargo, los misioneros veían la ciudad de Pasto como un sitio pobre y deteriorado, por eso abandonaron esa ruta y ubicaron en Popayán el Colegio de Misiones Nuestra Señora de las Gracias, una corporación jurisdiccional que trabajaba con la Corona impulsando la formación de los misioneros en ciencias, artes y “cosas útiles para la sociedad”.

Los otros dos caminos utilizados fueron el de Almaguer y el de San Francisco Javier de la Ceja. El primero partía de Popayán hasta la Villa de Almaguer, hacia un caserío llamado Pongo, luego hacia el pueblo de Santa Rosa y finalmente hasta Mocoa para llegar al río Putumayo. “Cuatro jornadas son de camino del Pongo a Santa Rosa, y desde la entrada hasta llegar al páramo. El camino es un camino flojo. Lo más de él es llano, y es raro el día del año que no llueva. Está lleno de pantanos y ciénagas, y con el trajín de los bueyes está lleno de atascaderos”, continúa.

El camino restante fue el mejor y el último en ser transitado por los misioneros. Comenzaba en Popayán hacia la hacienda de Laboyo, avanzaba hasta el pueblo de San Francisco Javier de la Ceja y bajaba hasta el río Pescado para tomar dirección, bien hacia Mocoa y Sucumbíos, o hacia el Caquetá y la Tagua. “Pese a las dificultades, durante muchos años esta fue la ruta oficial para transitar entre Popayán y las misiones, pues el recorrido se recortaba a 20 días, en contraste con los 2 y 3 meses que se necesitaban para las demás rutas”, añade la magíster Bolívar.

Debido al rechazo de varios indígenas, las misiones franciscanas fueron suspendidas en la zona en 1790. Fuente: Ernesto Benavides / AFP.Debido al rechazo de varios indígenas, las misiones franciscanas fueron suspendidas en la zona en 1790. Fuente: Ernesto Benavides / AFP.

Joyas, machetes y espejos para atraer a los indígenas

Los misioneros llamaban a los indígenas de las riberas como “amaguajes”, “senseguales”, “murciélagos”, “manos”, “tamas” o “encabellados”, buscando que su perspicacia fuera superior, no solo mediante el derecho a nombrarlos, sino también atrayéndolos con objetos desconocidos para ellos como chaquiras, collares, azulejos, hachas, machetes, espejos, cascabeles, cuchillos y venenos, artículos que les facilitaban recoger frutos, talar árboles, pescar, cazar monos o iguanas, y elaborar canoas y otros ornamentos.

Algunos se esforzaron en aprender las distintas lenguas para cumplir con la evangelización, que solía iniciar entre las cinco y las seis de la mañana: celebraban misa, enseñaban las señales de la cruz (persignación y bendición), el Credo, el Padrenuestro y el Avemaría. “Los indígenas les hacían caso porque reconocían que los misioneros eran quienes les obsequiaban los instrumentos ‘raros’, pero cuando se agotaban regresaban al bosque. Así empezaron a ser occidentalizados e impregnados de las lógicas de trabajo. Buscaban atraerlos a la evangelización, pero también les mostraron la optimización del tiempo”, continúa la investigadora.

A los misioneros franciscanos los mantenía en las labores su convicción y vocación, pues el aprendizaje filosófico y teológico había quedado reservado para sus antecesores, que no tuvieron que sortear las penurias de la peregrinación en territorios desconocidos. Aunque los informes señalan que cada operario recibía cada seis meses –en mayo y noviembre– alrededor de 137 pesos para abastecerse de alimentos y comprar más abalorios, enviaban cartas añorando el vino, la sal y la cera de Castilla para celebrar la misa.

La evangelización sirvió de objetos y herramientas curiosas para los indígenas: joyas, espejos, machetes, entre otros. Fuente: archivo Unimedios.La evangelización sirvió de objetos y herramientas curiosas para los indígenas: joyas, espejos, machetes, entre otros. Fuente: archivo Unimedios.

Disputas silenciosas y contrabando en las fronteras

Las misiones religiosas no solo sirvieron para “cristianizar” las fronteras sino también para expandirlas, sobre todo en la región del Amazonas, que por sus condiciones geográficas y climatológicas fue un escenario fundamental entre los siglos XVI y XX en los procesos de ocupación por parte de franceses, españoles, portugueses, holandeses e ingleses.

“De igual forma, los misioneros aprovecharon los límites territoriales para intercambiar productos de primera necesidad, e incluso comprarlos de forma soterrada con comerciantes portugueses. Algunos también bajaban oro desde Popayán para embarcarlo en una ruta de salida, por lo que las misiones fueron trasladadas radicalmente a las riberas del río Caquetá”, añade la magíster Bolívar.

Por último, el ganado vacuno –hoy con importantes consecuencias medioambientales– fue uno de los elementos introducidos por los frailes en el piedemonte andino-amazónico y la selva, pues aunque los indígenas ya consumían proteína gracias a la cacería de especies como la danta, el mono y el cerdo de monte, tener los animales en estado doméstico les permitía continuidad en el consumo.

Según la investigación, la mayoría de los operarios solo duró un año o menos en misión, por lo que los objetivos que lograron consolidar fueron pocos, además de que muchos maltrataban a los conversos y generaban desconfianza. Así pues, el Colegio funcionó entre 1753 y 1790, cuando la empresa fue abandonada totalmente a raíz de una rebelión indígena generalizada, que se fue gestando de a poco con el asesinato de varios frailes.

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