Noruega quiere deshacerse de los coches a gasolina, planea alcanzar la neutralidad de carbono en 2030 y gasta miles de millones en ayudar a países más pobres a reducir sus emisiones. Pero al mismo tiempo se adentra cada vez más en el océano Ártico en busca de más petróleo y gas.

“Sabemos que esto es una paradoja”, admite Vidar Helgesen, ministro noruego de Clima y Energía. “Hemos estado viviendo del petróleo y el gas. Pero no hay un país en el mundo que haya más por socavar la industria del petróleo y el gas que Noruega”.

El montañoso país escandinavo, con cinco millones de habitantes, se debate entre su ambición de ser un líder mundial en la lucha contra el cambio climático y el reconocimiento de que su riqueza está vinculada a la dependencia global de los combustibles fósiles. Esta aparente contradicción es especialmente llamativa en Stavanger, la capital petrolera de Noruega.

La localidad de la costa occidental es el corazón de la industria de alta mar que ha hecho del país el octavo exportador de petróleo y el tercero de gas natural. Con 875.000 millones de dólares procedentes del petróleo, el noruego es el fondo soberano más rico del mundo, y los hidrocarburos suponen el 40% de las exportaciones del país.

Pero pocos de esos combustibles fósiles son para consumo interno. Como el resto de la nación, Stavanger obtiene la mayoría de su electricidad de la energía hidroeléctrica.