Por Mario Osava

(IPS) – La sequía que castiga la región semiárida del Nordeste de Brasil desde 2012 es ya más severa que la registrada entre 1979 y 1983, la más prolongada del siglo XX. Pero ahora no ocasiona las tragedias del pasado.

No están ocurriendo las muertes masivas por hambre y sed, ni el éxodo de multitudes castigadas por la falta de agua, que invadían ciudades y saqueaban sus comercios, o buscaban mejor suerte en tierras lejanas del centro-sur más desarrollado del país.

La falta de lluvias, sin embargo, está presente en todo. La Caatinga, el bioma exclusivo de la región del Semiárido brasileño con vegetación similar al chaparral, parece muerta con excepción de algunos árboles resistentes y áreas donde lloviznas recientes reverdecieron los arbustos.

El embalse de Tamboril, en las afueras de Ouricuri, una ciudad de 68.000 habitantes en el oeste del estado de Pernambuco, está seco hace más de un año. Por suerte la ciudad cuenta también con el agua del río São Francisco, a 180 kilómetros, vía acueductos.

“La sequía en 1982 y 1983 fue peor, no tanto por la escasez de agua, sino porque no sabíamos cómo lidiar con la situación”, destacó a IPS el campesino Manoel Pereira Barros, con 58 años y siete hijos, en su finca en el Sitio Santa Fe, a unos 80 kilómetros de Ouricuri.

Justo en el momento más arduo de la crisis, en 1983, fue cuando se casó. “Fue difícil para toda la familia, matamos algunos bueyes, sobrevivimos con agua de una cacimba (hoyo en el lecho de un pantano u otro cuerpo de agua), pocos vacunos y muchas cabras. Los animales nos salvaron, la siembra de frijoles se secó”, recordó.

En aquel año los gobernadores de los nueve estados que comparten el Semiárido brasileño pedían más ayuda al gobierno nacional, arguyendo que cien personas estaban muriendo cada día a causa de la sequía.

En los cinco años las muertes sumaron 100.000, según los gobiernos regionales, pero investigadores estiman en por lo menos 700.000 los muertos por hambre y sed, la mayoría niños.

Un millón es la estimación adoptada por Articulación Semiárido (ASA), una red de 3.000 organizaciones sociales creada en 1999 para impulsar las transformaciones que están mejorando la vida de la población más afectada por la sequía, los campesinos pobres del Nordeste.

Diseminar cisternas para captar y almacenar agua de lluvia para beber y cocinar fue su primera meta. Además de asegurar agua potable para neutralizar el estiaje anual, de ocho meses en tiempos normales, esta iniciativa es la palanca de un nuevo enfoque para el desarrollo del Semiárido, donde viven más de 23 millones de los 208 millones de habitantes del país.

Un millón de cisternas ya fueron construidas, cerca de un tercio por iniciativa de ASA, que distribuye unidades familiares de 16.000 litros hechas de placas de hormigón e implantadas con participación de los beneficiados, que también reciben clases de ciudadanía y gestión de recursos hídricos.

Convivir con el clima local, superando las fracasadas políticas de “combate a la sequía”, es la consigna del movimiento, que por eso fomenta el conocimiento del ecosistema, aprovechando el saber tradicional de los campesinos y promoviendo un intenso intercambio de experiencias entre comunidades rurales.

Educación contextualizada, que prioriza la realidad local, prácticas agroecológicas y el principio del almacenaje de todo, sea de agua, incluida aquella para la siembra y animales, de forraje para el período seco y de las semillas criollas, adaptadas al suelo y clima locales, son otros rubros de la convivencia con el semiárido.

Esas tecnologías, aportadas por el Centro de Asesoría y Apoyo a los Trabajadores e Instituciones No Gubernamentales Alternativas (Caatinga), miembro de ASA, no existían en las sequías anteriores y hacen la diferencia hoy, reconoció Barros.

A ellas se suma la Bolsa Familia, una beca-subsidio equivalente a 53 dólares mensuales como promedio, la jubilación rural y programas sociales del gobierno para asegurar una sobrevivencia razonable de los campesinos, incluso cuando no llueve.