Por: Juan Manuel Díaz M., profesor,
Departamento de Geografía – Universidad Nacional de Colombia
Malas prácticas de pesca, sobreexplotación de los recursos pesqueros y cambio en los usos del suelo, están influyendo en la transformación de los mares colombianos. Tal situación exige respuestas más contundentes y acciones más prácticas, resultado de la participación ciudadana y del consenso multisectorial.
El privilegio de Colombia de contar con amplios espacios marinos, oceánicos y costeros en el mar Caribe y en el océano Pacífico implica una enorme y creciente responsabilidad de garantizar las posibilidades de disfrutar de los múltiples servicios que prestan sus ecosistemas.
También es cada vez mayor el grado de compromiso que exigen al país los distintos tratados internacionales que propenden por salvaguardar los mares y océanos, bajo el entendido de que se trata de un único ecosistema global que no reconoce límites políticos ni fronteras convencionales.
Pese a su privilegio, históricamente Colombia ha sido una nación con poca vocación marítima. Durante más de 150 años sus gobernantes contemplaron los mares desde el altiplano como las últimas fronteras que albergaban toda suerte de riquezas para el futuro y que digerían impasibles todos los desechos que se les arrojaban, ignorando, a la vez, los procesos ecológicos y sociales que allí tenían lugar.
Fue hasta la década del setenta que el país se percató del potencial de sus dos mares para elevar las cifras de desarrollo. En ello influyó la III Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1973-1982); la creación de la Comisión Colombiana de Oceanografía; los primeros programas universitarios en ciencias del mar; la consolidación del Centro de Investigaciones Oceanográficas e Hidrográficas en Cartagena y del Instituto de Investigaciones Marinas en Santa Marta, y la conformación y expansión de la flota pesquera nacional.
Sin embargo, en ese tardío deslumbramiento han pasado inadvertidas las evidencias que mostraban que ese universo que Colombia empezaba a descubrir experimentaba cambios más rápidos que los avances que hacía el país para conocerlo. Hoy, transcurridas apenas tres décadas desde ese despertar, abruma saber que la promesa de riquezas casi ilimitadas y de fuentes de bienestar para la humanidad parece esfumarse.
En la actualidad varias pesquerías de recursos mundiales importantes han colapsado (su escasez hace que la extracción no sea rentable), como la del bacalao en el Atlántico norte, el 31 % de las poblaciones de peces marinos están sobreexplotadas y el 58 % están siendo explotadas al límite. Algunos expertos prevén que, de seguir así, todos los recursos pesqueros que hoy constituyen la principal fuente de proteína animal para alrededor del 17 % de la población mundial se habrán agotado en menos de 40 años.
Cada año, cerca de 10 millones de toneladas de basura van a parar a los mares y océanos del mundo. En ciertas regiones del Pacífico y del Atlántico se ha concentrado tal cantidad de residuos que la superficie del mar, en cientos de kilómetros cuadrados, parece una gigantesca “sopa de plástico”.
Por si fuera poco, a diario se vierten a los océanos ingentes cantidades de líquidos con metales pesados, pesticidas y otros compuestos tóxicos que han convertido muchos estuarios y amplias extensiones de mar en cloacas y desiertos sin vida. A lo anterior se suma la llegada de especies exóticas a las aguas costeras de muchas regiones, manifestación inequívoca e implacable del cambio climático global.
La situación descrita no escapa a las tendencias globales, ni la forma en que Colombia ha aprovechado los servicios ecosistémicos de sus dos mares.