2017 ha sido un año de fenómenos climáticos catastróficos. Un número sin precedentes de huracanes se ha cobrado vidas y ha destruido obras de infraestructura en varios Estados insulares del Caribe y en pueblos y ciudades importantes del sur de Estados Unidos. Cada vez que se producen fenómenos meteorológicos extremos, como huracanes y ciclones, estos no solo dejan una estela de devastación, sino que también sumen aún más en la pobreza a las comunidades, dado que los pobres tienen más probabilidades de residir en viviendas frágiles, ubicadas en zonas propensas a desastres, y de trabajar en sectores altamente vulnerables a los fenómenos climáticos extremos, como la agricultura y la ganadería. En definitiva, el impacto de una lluvia, una inundación, una sequía o un terremoto es doblemente más grave para los pobres que para cualquier otra persona.

«Perdimos todo. A la mañana siguiente, el sol brillaba como si no hubiera pasado nada. Era como si hubiese caído una bomba en la aldea, porque no había quedado nada: ni siquiera las ropas se salvaron. Llamé a todos y, en determinado momento, estábamos todos llorando»