Colombia afronta una contradicción alarmante: aunque en su territorio se pueden cultivar unas 400 especies de plantas comestibles, la palma de aceite, destinada a la producción de biocombustibles, cosméticos y otros productos no alimentarios, ocupa la mayor parte del suelo cultivable. Este acaparamiento de tierras para monocultivos también incide en la inseguridad alimentaria que afecta al país.

Hasta principios del siglo XXI el corregimiento chocoano de Camelias fue un ejemplo de autosuficiencia alimentaria; sus habitantes cultivaban una amplia variedad de alimentos, desde maíz, yuca y ñame hasta frutas tropicales como chontaduro, mango y lulo.

La caza y la pesca complementaban su dieta, lo que garantizaba una alimentación diversa y nutritiva. “Había tanta abundancia que tener hijos no era una carga”, recuerda Alberto Domínguez, un campesino que llegó a la región en los años 70 y que a mediados de los 2000 tuvo que pasar hambre cuando sus tierras fueran ocupadas por palma aceitera y plátano.

Estos recuerdos son apuntados juiciosamente por Andrea Trujillo Rendón en un nutrido diario de campo que refuerza su investigación como magíster en Medio Ambiente y Desarrollo de la UNAL Sede Medellín. “Las tierras de este lugar, ubicado en el Bajo Atrato chocoano, fueron fértiles y plenamente diversas hasta 2001, cuando más de 22.000 hectáreas de bosque se talaron para sembrar palma de aceite o africana”, anota.

Con más de 600.000 hectáreas ocupadas, la palma es el cultivo más extenso de Colombia según el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural. Por eso la tesis de Andrea –dirigida por la profesora Gloria Patricia Zuluaga Sánchez– muestra los fuertes impactos ecosistémicos y sociales que generan los monocultivos, ya que implican, entre otras cosas, acaparar (arrendar o comprar) grandes extensiones de tierra, lo que destruye los medios de vida locales.

El costo humano del monocultivo

La mirada de Alberto se ensombrece cuando recuerda la incursión en el territorio de la Brigada XVII del Ejército Nacional y paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) para detener la avanzada de la antigua guerrilla de las FARC mediante las operaciones “Septiembre Negro”, en 1996, y “Génesis”, en 1997, condenadas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

“Cinco años después nos dimos cuenta de que esas acciones no eran solo para sacar a la guerrilla, sino también para dejar libre el territorio y facilitar la llegada de la palma”, menciona Alberto, una conclusión respaldada judicialmente en 2017, cuando la Corte Suprema de Justicia condenó a un empresario palmicultor por sus nexos con paramilitares en la compra y venta de tierras.

En 1997 la mayoría de las familias se desplazaron a Murindó, Chigorodó, Belén de Bajirá, Mutatá y otros municipios. “Muchas noches nos acostamos solo con el desayuno”, relata. Apenas 9 familias, entre ellas la de María Ligia Chaverra y la de Francisco Miguel, permanecieron cerca a los predios interponiendo tutelas al Estado, denuncias ante la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y los medios de comunicación.

“Vivíamos de sembrar para el consumo, el intercambio, y una que otra venta ocasional, pero cuando nos desplazaron el Ejército no podía ver un humito saliendo de las montañas porque nos bombardeaban desde los helicópteros. No podíamos cocinarles la comida a los hijos”, narra Francisco.

En 2008, las denuncias realizadas ante la CIDH y el ejemplo de los compañeros de Jiguamiandó, al otro lado del río, les permitieron a 23 familias tomar fuerza para crear y habitar la Zona Humanitaria Camelias, en 3 hectáreas donadas por María Ligia y su esposo.

“Pese al dolor por los recuerdos, ellos tumbaron y quemaron cientos de palmas de aceite, construyeron sus casas de madera y fundaron las Zonas de Biodiversidad, lugares para resembrar el bosque, recuperar semillas nativas –como las de miramono, marfilito y blanquillo–, y retomar prácticas tradicionales de cultivo y su soberanía alimentaria”, cuenta la magíster, quien durante su trabajo de campo vio puñados de arroz secándose al sol, plantas de fríjol enredadas en arcos, cocoteros, cacao, caña de azúcar, aguacate y arazá, además de gallinas y peces criados por ellos mismos. También vio que algunas familias que sembraban juntas y se repartían las cosechas no volvieron a acostarse sin comer.

Comprar local o en mercados campesinos

De otra parte, según la FAO los pequeños campesinos pueden producir más del 80% de los alimentos que se requieren en todo el planeta, solo necesitan tierras y garantías para trabajarlas. Por eso, aunque el panorama luce inmenso e incontrolable, es posible tomar acciones tanto individuales como locales.

“Tenemos el derecho y el deber de preguntarnos de dónde viene lo que comemos, quién lo cultivó, dónde, cuánto tardó, si es un alimento ultraprocesado, si puede hacernos daño, y elegir qué comprar. Así mismo, cada pueblo tiene el derecho de definir su propia política agraria y alimentaria, acceder a alimentos nutritivos y producirlos de forma sostenible y ecológica”, señala la magíster.

Además enfatiza en la importancia de que tanto la academia como el Estado y los consumidores “relocalicen” los sistemas agroalimentarios. “Un aporte práctico sería comprar productos cultivados en municipios cercanos al nuestro, producir y reproducir conocimientos para la agroecología, y apoyar a los pequeños campesinos”, concluye.

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