Quien dio voz a la naturaleza por primera vez fue una mujer. Su nombre era Rachel Carson, y su libro, Primavera silenciosa (1960), sería el primer alegato ecologista: el primer llamado urgente contra la destrucción y la degradación de la vida. Pero ya en 1953, esta bióloga y escritora estadounidense sabía que ese silencio primaveral tenía que romperse, y a ello dedicó su vida y trabajo desde entonces.
Este libro (por el que “toda la humanidad está en deuda con ella”, según aseguró un senador de EEUU en 1964 tras la muerte de Carson) era, en principio, una especie de cuento. Con maestría, Carson recurrió, en las primeras hojas de Primavera silenciosa, al recurso de la narrativa: en su historia, la primavera se estaba quedando en silencio poco a poco, pues debido a los cambios que las industrias estaban provocando en los ecosistemas, la fauna estaba desapareciendo:
Entonces un extraño agostamiento se extendió por la comarca y todo empezó a cambiar. Algún maleficio se había adueñado del lugar […] Era una primavera sin voces.
Racionalidad económica (e irracionalidad ecológica)
Así comenzaba el “cuento” de Carson. Y así comenzó el ecologismo, con una primera defensora, menuda pero incansable. Carson, al momento de escribir Primavera silenciosa, ya estaba enferma de cáncer, como efecto, precisamente, de aquello que denunciaba: la racionalidad económica estaba llevando a una irracionalidad ecológica por parte de los gobiernos, que en su afán de no perturbar la economía dejaban de lado al planeta, saqueando los recursos naturales y contaminando el ambiente con la liberación de grandes cantidades de productos químicos, cuyos efectos en el espacio y la salud aún no habían sido estudiados debidamente por la ciencia.
Las palabras de Rachel Carson en defensa del medio ambiente
Carson era parte de la primera agencia de conservación ambiental que se creó en EEUU: Fish and Wildlife Service, fundada en 1938. El gobierno republicano de aquel entonces remplazó a su visionario director (un científico apasionado por la conservación), y colocó a un político que convirtió los recursos naturales en una mercancía de mucho valor. Carson mandó entonces una carta (publicada en el libro Lost Woods: The Discovered Writing of Rachel Carson) que se viralizó en los medios impresos de aquel entonces, cuyas palabras de resistencia son aún vigentes:
La verdadera riqueza de una nación reside en los recursos de la Tierra –suelo, agua, bosques, minerales y vida salvaje. Utilizarlos para las necesidades actuales mientras aseguramos su preservación para las generaciones futuras requiere un delicado balance y un programa continuo, basado en la investigación mas extensiva. La administración [de estos recursos] no puede ser una cuestión política.
Estas poderosas palabras han resonado hasta hoy. Nada habría que cambiar en ellas si quisiéramos hacer un alegato contra las decisiones que el presidente Donald Trump ha tomado últimamente, como la salida de EUA de los Acuerdos de París contra el cambio climático. O más aún, si quisiéramos poner al descubierto las omisiones sobre la responsabilidad que sus transnacionales deberían tener en materia ambiental en todos los países, y que sin embargo no toman. Porque, como continúa Carson en la carta que escribió hace más de medio siglo:
Durante años, los ciudadanos han creído que el país ha estado trabajando en la conservación de los recursos naturales, dando a conocer su vital importancia para la nación. Aparentemente su progreso, tan duramente ganado, ha sido aniquilado, mientras una política dispuesta a la administración nos ha regresado a las oscuras épocas de la explotación y destrucción sin restricciones.
Carson termina este profuso alegato con palabras que, aunque entre líneas hablan de la Guerra Fría, resuenan portentosamente en nuestros días, como si fueran de una carta escrita ayer:
Es una de las ironías de nuestro tiempo que nos concentramos en la defensa de nuestro país contra los enemigos externos, cuando deberíamos estar atentos de aquellos que lo destruirán desde adentro.
Rachel Carson demostró que las ideas, cuando tienen un firme propósito, pueden propagarse poderosamente durante décadas, o quizás para siempre. Y que, indudablemente, hay cosas que se tienen que decir, como aseguró al final de su vida:
Yo nunca podría volver a escuchar el canto de un tordo, si no hubiera hecho todo lo posible para persuadir a los lectores de la urgencia de su mensaje: estamos en un grave riesgo de alcance planetario.
Es arrobadora la manera en que el legado de esta bióloga sigue siendo pertinente, incluso más que antes. Ella no sólo provocó la creación de las instituciones ambientales que hoy conocemos, sino que nos demostró la valía de las acciones individuales. Lo que hagamos puede tener más alcance del que creemos: las acciones pueden traspasar fronteras espaciales y temporales, convirtiéndose en movimientos perennes, como la conciencia ambiental que esta mujer hizo colectiva y que hoy es indeleble.
ecoosfera.com