Por: Tomás León Sicard, profesor titular,
Instituto de Estudios Ambientales (Idea) – Universidad Nacional de Colombia

Una de las preocupaciones por la calidad de los Planes de Ordenamiento y Manejo Ambiental de las Cuencas Hidrográficas (Pomca) es que estos carecen de la participación de expertos en el suelo, el cual ha sido subvalorado como instrumento de planificación.
Lo que ocurrió en Mocoa, y lo que seguirá ocurriendo en el país, tiene una clara secuencia de eventos que pueden describirse así: los ríos se crecen y arrastran desde imperceptibles arcillas y limos, hasta cascajos y piedras enormes, porque en alguna parte del territorio o de la cuenca hidrográfica tales elementos son fáciles de arrancar y de arrastrar hasta los ríos. Esto quiere decir que los sedimentos se encuentran disponibles para que cualquier lluvia los arrastre.

La disponibilidad de sedimentos es un proceso ligado, por una parte, a las condiciones climáticas y geomorfológicas de la zona (susceptibles a movimientos en masa), y por otra, a la erosión, definida como el arranque y el transporte de partículas de suelo, provocados por la acción del viento y del agua favorecidos por fuerzas de gravedad (inclinación de las pendientes) y correlacionados con los ciclos de lluvias y sequías.

Cuando arrecia la lluvia y el suelo está desprovisto de vegetación, el agua pasa con fuerza hacia los drenajes superficiales que desembocan en quebradas y ríos, los cuales –a su vez– adquieren fuerzas descomunales en algunas ocasiones. El suelo degradado es el primer factor explicativo de estos fenómenos.

Hasta aquí todo parece muy técnico y ajeno a la vida cotidiana. Si bien es cierto que se trata de fenómenos biofísicos, con fuentes, agentes y movimientos claros y definidos, e incluso modelables, existe un factor impredecible que hace variar de forma sustancial las ecuaciones y los modelos matemáticos de generación, anticipación y manejo de estos eventos catastróficos: el humano.

Todos los especialistas aceptan que si bien el caudal, los tipos de suelos, la inclinación de las pendientes, el clima, las coberturas vegetales o la configuración geológica y geomorfológica de las cuencas inciden en su susceptibilidad hacia eventos catastróficos, el factor humano es el más significativo a la hora de hacer balances y de encontrar responsables, respuestas y soluciones. Los suelos no se erosionan solos. Lo hacen en relación con los usos a los que son sometidos.

Los interrogantes en este sentido tienen varios caminos, además del señalado sobre los sistemas de producción que soporta el suelo: por ejemplo, una pregunta estaría relacionada con la presencia de personas no solo en las márgenes de ríos con comportamientos torrenciales, sino también en áreas montañosas con pendientes agudas, en zonas inestables por deslizamientos, en paisajes de bajíos susceptibles al encharcamiento o en áreas costeras desprotegidas de las mareas.

Tales inquietudes conducirán a análisis variados sobre pobreza, desarraigo, inequidad o corrupción, factores que pesan toneladas al momento de los balances. Las catástrofes naturales no son tan naturales; están asociadas con procesos históricos de ocupación de la tierra en los que los poderosos ocupan los mejores suelos y los desposeídos terminan en territorios vulnerables. Por eso es necesario entender el contexto de las desigualdades para comprender y afrontar estas catástrofes, un tema largo y sinuoso como la vida misma.

Divorcio entre planificadores y técnicos

Pero existen otros factores más sutiles de los que poco se sabe o se tienen estadísticas: la responsabilidad del conjunto de funcionarios estatales y privados que, siguiendo las normas oficiales, planean y ejecutan (o planean y contratan o mandan contratar) estudios de ordenamiento del territorio.

Casi en la sombra existe, por una parte, un grueso contingente de tecnócratas, políticos y técnicos de distintas profesiones, encargados de la planeación municipal (responsables de pensar el territorio por los ciudadanos), y otro grupo no menos importante –pero más numeroso– de técnicos encargados de elaborar los estudios que les indicarán a los planificadores cuáles son las características de las cuencas que se deben considerar en caso de emergencias, cuáles son los sitios de acción prioritaria, en dónde están ubicadas las áreas susceptibles o cuáles son los lugares en los que no se deben admitir determinados usos de la tierra.

Descartando la buena voluntad y la honradez de estos grupos de profesionales, un análisis mayor de los procesos de planeación podría dejar unas cuantas sorpresas. Para empezar, en muchas ocasiones existen marcados divorcios entre los planificadores y quienes ejecutan los estudios en campo. Esta separación es funesta, pues impide realizar conexiones fuertes entre las instituciones y las comunidades. Los técnicos finalizan voluminosos informes y se marchan de las regiones; además estos documentos prácticamente no se usan.

Los requerimientos de los Pomca, publicados por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible en 2014, exigen la conformación de equipos interdisciplinarios en los que cada profesional responsable de su área debe estar capacitado para dialogar, concertar y aportar ideas relacionadas con la complejidad que demandan tales estudios. Al respecto merece la pena preguntarse: ¿Quiénes conforman esos grupos, quién evalúa la calidad de los informes, cómo se subsanan errores u omisiones?

Elaborar los Pomca requiere de muchas competencias profesionales y filtros de selección de personal idóneo, con conocimientos acreditados y experiencia, ya que se trata de documentos que fijan las directrices de usos de los territorios, en los que se ponen en juego los usos de las tierras, las decisiones de infraestructura, los planes de asentamientos humanos y las dotaciones de servicios, entre otros aspectos; además, en ellos se juega el poder político y económico de la Nación.

Sin expertos en suelo

Durante el proceso de elaboración de un Pomca, preocupa la calidad de los análisis del componente suelo, que se expresa tanto en errores conceptuales sobre su mapeo, como en deficiencias sobre recomendaciones de uso, y ello como consecuencia de la ausencia de formación de expertos en esta ciencia, tanto universitarios como de posgrado.

Se trata de un hecho desafortunado si se tiene en cuenta que el suelo es integrante fundamental de los ecosistemas, soporte de la biodiversidad e indicador eficiente del éxito o de las equivocaciones de los seres humanos en el manejo del entorno físico-biológico. Su modelo de distribución espacial y sus características particulares están muy relacionadas con la vulnerabilidad de la hoya hidrográfica ante la acción de los factores ambientales y la actividad humana, y son determinantes en la definición de la capacidad de uso y manejo de las tierras.

Pero el suelo ha sido abandonado como instrumento de planificación y no porque no se mencione como requisito importante para ordenar territorios o cuencas, sino porque a la Nación no le interesa saber la cualificación profesional de quienes ejecutan los estudios, ni si quienes los hacen confunden conceptos básicos de la ciencia del suelo o se alinean en algunas empresas más ávidas de percibir recursos que de pensar en el país.

De alguna manera, el suelo es el gran desconocido de la dimensión ambiental y es responsabilidad de quienes planifican su uso asegurarse de la idoneidad de los encargados de ejecutar las tareas de reconocimiento de sus múltiples características y funciones, para que a partir de él la planificación se realice de manera sólida y ordenada.