La 109ª edición de la Milán-San Remo hace pervivir un carácter que cada vez se ve menos en el ciclismo moderno: una carrera tremendamente larga –con sus 291 km, la más extensa de todo el calendario UCI-, con un recorrido generoso y que ofrece opciones tanto a los atacantes como a los velocistas. En cualquier caso, solo aquellos aptos para pasar bien las cotas y rematar con velocidad en la Vía Roma pueden considerarse como favoritos en una carrera que en 2017 rompió una racha de ocho ediciones seguidas con llegadas en grupo.
Como bien conoce cualquier aficionado al ciclismo, la ‘Primavera’ se divide en dos partes. La primera, muy suave y por el interior, desemboca en el ascenso al Turchino (km 142), tras cuya bajada el pelotón entrará en la Riviera Ligure y no abandonará la costa hasta meta. A falta de 52 kilómetros para la conclusión comenzarán los ‘capi’, esas pequeñas ascensiones a la orilla del mar que se van volviendo cada vez más duras cuando nos acercamos a meta y el reloj marca seis horas de competición.
Capo Mele (km 239), Capo Cervo (km 244) y Capo Berta (km 252) son el anticipo de las dos ascensiones que deciden siempre la prueba. La Cipressa (km 269,5; 5,6 km al 4,1%), en cuyo ascenso el ritmo siempre suele ser altísimo y da pie a los ataques más valientes, y el Poggio (km 285,6; 3,7 km al 3,7%), escenario de los últimos movimientos y con un descenso siempre terrible, desembocan en el Corso Cavallotti y la Via Roma de San Remo, últimos metros de recuperación y remontada para los hombres rápidos.
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