Madrid.- Actualmente, para producir los alimentos que no se consumen por la pérdida y el desperdicio alimentario se utiliza la cuarta parte del agua dulce que se ocupa en la agricultura en todo el planeta y 300 millones de barriles de petróleo que facilitan la producción y el transporte de los productos que llegan a los comercios tras recorrer miles de kilómetros.
Una cifra que lleva a pensar sobre todo en países con déficit hídrico como España, donde, sin embargo, se producen los alimentos que se consumen en Europa.
Agua y petróleo en la producción de alimentos
En el caso de España, una parte del petróleo que se destina al transporte, porque el alimento medio que se compra en el mercado “ha recorrido antes de llegar a nuestra boca entre 2.500 y 4.000 kilómetros”, sostiene el ingeniero agrónomo y doctor en Genética, José Esquinas.
Se compra “cordero de Nueva Zelanda, pipas de girasol de China, piñones a Italia o frutas de otros países europeos”, productos que aparte del transporte y las emisiones que conlleva su traslado, tienen una serie de preservantes químicos “que causan daños de todo tipo”.
“Es algo de mucha irresponsabilidad”, asevera Esquinas quien ha publicado “Rumbo al Ecocidio” (Editorial Espasa), en colaboración con la periodista Mónica G. Prieto.
Además, en una lista de cifras desorbitantes del sistema agroalimentario actual, en el mundo se utilizan “1.400 millones de hectáreas para producir los alimentos que no va a consumir nadie, el equivalente a 27-28 veces el tamaño de España si todo el territorio español fuese fértil”.
Una producción mundial de alimentos “un 60 por ciento por encima de lo que necesita para alimentar a la humanidad”, subraya.
Sin embargo, según datos de Naciones Unidas, se desperdicia un tercio de la producción mundial de alimentos, es decir 1.300 millones de toneladas métricas al año, asevera el investigador y máster en Horticultura por la Universidad de California que trabajó durante años en la FAO.
Fomentar la producción local
Aboga por la producción local y estacional para promover la producción agroecológica y “la reinversión del campo en el campo” y dejando “los beneficios en casa”.
La norma “no puede ser” lo que sucede con la producción actual “basada en el crecimiento económico y el producto interno bruto (PIB)”, todo con un “enorme coste ecológico”, algo que “no se está tomando en cuenta”.
Transformar el carro de la compra
Recuerda que la compra de productos no es una acción “inocua” para el consumidor, cada persona tiene una “responsabilidad grande” para incentivar un sistema socio económico respetuoso con los derechos humanos y la tierra.
Asegura, es transformar “pacíficamente el carro de la compra en un carro de combate”, por un mundo más sostenible, añade, “como recogía el libro ‘Bueno, limpio y justo’, de Carlo Petrini”, el fundador del movimiento “Slow Food”.
Es decir, productos “limpios desde el punto de vista ecológico, que no hayan sido producidos destruyendo el medioambiente” y “justos desde el punto de vista social”, en cuyo proceso “se haya pagado salarios justos, se haya tenido respeto por las personas y no tengan esclavos o niños”.
Las semillas, bienes comunes de la humanidad
En relación a las semillas, sostiene, “como todos los recursos naturales han sido bienes comunes de la humanidad y por tanto de libre adquisición y uso a lo largo de milenios, lo mismo que ha pasado con el aire, el agua, con la energía y con la tierra”.
La agricultura que empezó hace 10.000 años “ha facilitado el traslado y adaptación de las semillas a diferentes lugares y condiciones y enfermedades, y cada familia guardaba sus propias semillas”.
La aparición de la mejora genética científica y el desarrollo de las ciencias agrarias hace un siglo y la tecnología “permiten la producción de variedades más resistentes”, y “está bien”, asegura, pero existe “la mercantilización” y empresas que se dedican a vender “el paquete completo, con semillas, insecticidas, pesticidas e incluso la maquinaria”.
El agricultor que compre ese paquete, “va perdiendo las variedades tradicionales”, una pérdida “definitiva en muchos casos”, subraya, y subraya, “crea una dependencia permanente de las grandes compañías y de sus productos”.
Recuerda cómo hace años, cuando no había aún la protección de patentes, un profesor de la Universidad de Arizona de paso por Madrid se llevó unas semillas de melón que Esquinas había recogido en un viaje por España y que sirvieron para contrarrestar la resistencia a un tipo de hongo “tras patentar el gen que sirvió para ello”.
Una práctica que se está extendiendo en la actualidad para la creación de semillas más resistentes y que las grandes empresas la venden posteriormente como “semillas propias y previo pago de royalties”. EFEverde